Tribuna:

Un nuevo tipo de presencia histórica

La XXVI asamblea plenaria del episcopado español se celebra en un momento de la historia del país que le impedía hacer otra cosa que rastrear por donde irán los vientos. El episcopado español se muestra, sin duda, consciente de que la Iglesia va a comenzar un nuevo tipo de existencia y presencia históricas en una sociedad pluralista y moderna.Ese nuevo futuro, sin embargo, tiene también sus específicos problemas, y, desde luego, uno de ellos es el de la educación religiosa, quizá el más importante y en torno al cual ha girado, por eso, esta asamblea episcopal. Los obispos han dado de mano a vi...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

La XXVI asamblea plenaria del episcopado español se celebra en un momento de la historia del país que le impedía hacer otra cosa que rastrear por donde irán los vientos. El episcopado español se muestra, sin duda, consciente de que la Iglesia va a comenzar un nuevo tipo de existencia y presencia históricas en una sociedad pluralista y moderna.Ese nuevo futuro, sin embargo, tiene también sus específicos problemas, y, desde luego, uno de ellos es el de la educación religiosa, quizá el más importante y en torno al cual ha girado, por eso, esta asamblea episcopal. Los obispos han dado de mano a viejos argumentos de derecho público eclesiástico y de mentalidad de cristiandad para defender la presencia de la Iglesia en la enseñanza y se han atenido a otro tipo de argumentación: el derecho de los padres a decidir la educación religiosa o no de sus hijos; el derecho de los ciudadanos a mantener escuelas libres confesionales y el deber del Estado de respetar esa voluntad ciudadana y de hacerla efectiva mediante garantías jurídicas y posibilidades económicas. La teoría parece impecable; el Estado pluralista ha de hacer posible el pluralismo ideológico. Pero haré de pasada una observación personal: por lo pronto, no sé si un Estado laico va a aceptar una cosa así, a hacer un espacio a la enseñanza religiosa. Quizá por mi cuenta sólo exigiría a ese Estado que fuera perfectamente laico y no introdujera en su enseñanza ninguna filosofía, cosmovisión, ni doctrina de otro color o religiosamente laica. Porque no sé si en este país es posible el pensamiento y el sentimiento meramente civiles y laicos o si llamamos así a puros trasuntos antirreligiosos o anticlericales; a la sustitución del Astete por otros catecismos. A la historia me remito, y la historia nos dice que los momentos históricos laicos de este país han sido eso: religiosos a rebours, de laicismo convertido en teología.

Desde otro punto de vista quizá podamos dudar también de que la escuela estatal sea el ámbito más adecuado para la educación de la fe, cuyo lugar natural parecen ser la familia y la iglesia o en todo caso el colegio libre confesional. Esto es, por ejemplo, lo que hizo que el católico Kennedy aboliera la plegaria en las escuelas norteamericanas. Y, ¿no es un tanto iluso pensar que en una escuela estatal se va a dar una educación religiosa cuando ésta se revela ya tan deficitaria en los mismos colegios católicos? ¿Es seguro que una cierta burguesía católica quizá practicante y ya no creyente envíe a sus hijos a los colegios católicos a ser educados en la fe? ¿0 los envía allí más bien en busca de brillantez, distinción, incluso de una eficacia educativa mundana que no poseen las escuelas estatales? ¿Y por qué ocultar, por otra parte, la sospecha de que la más o menos expresa voluntad de los llamados partidos laicos parece ser la de estrangular la enseñanza, religiosa que de antemano se define a veces como alienadora o resto de un pasado de ignominia y tiranía?

En las próximas semanas, en los próximos meses o incluso años, este problema nos interrogará a todos y es bueno que haya. quedado planteado desde ahora mismo. Hay que esperar que ni por parte de la Iglesia ni por parte de los partidos laicos se permita que un tal problema se convierta en bandera de lucha, ni se pudra. Puede y debe ser discutido con serenidad y claridad sin que se convierta en pugna civil llena de peligros para la frágil democracia española y el soliviantador de fantasmas del viejo clericalismo o antielericalismo.

La XXVI asamblea episcopal ha hecho, por eso seguramente, una opción muy importante en el aspecto de la información y del diálogo con la sociedad civil: la de un secretario general, como monseñor Jesús Iribarren, avezado por su preparación y carrera al diálogo con esta sociedad civil y que además está integrado en el mundo de la información. Hay que recordar que muchos de los dramas entre la Iglesia y mundo moderno o Iglesia y Estado, han nacido de una falta de buenas correas de transmisión, de saber lo que una y otro piensan de una cuestión. Y ha sido la Iglesia, sobre todo, la que históricamente ha descuidado este aspecto. La proposición ochenta del Syllabus de Pío IX escandalizó al mundo entero afirmando que el papado no podía reconciliarse con la civilización moderna pero el Syllabus no decía lo que entendía por tal civilización moderna. ¿Y cuántas otras cosas han sucedido como ésta? La designación de monseñor Iribarren podrá evitarlas en muy buena medida.

Por lo demás, sólo es de alabar que la simple noticia de la reunión de esta asamblea episcopal no haya ocupado ya la primera plana de lo periódicos y que el español comience a acostumbrarse a ver en la Iglesia otra cosa que un acaecer político como ha venido sucediendo hasta un pasado inmediato. Sólo en una sociedad laica la Iglesia podrá encontrarse a sí misma y ser encontrada por todos, como lo que es o debe ser.

Archivado En