Tribuna:

¿Nos estamos canovizando?

«Empiezo a creer que la cuestión religiosa sólo preocupa en España a usted y a los pocos que sentimos con usted. Ya oiría usted al doctor Simarro, hombre de gran talento y de gran cultura, felicitarse de que el sentimiento religioso estuviera muerto en España. Si esto es verdad, medrados estamos, porque ¿cómo vamos a sacudir el lazo de hierro de la Iglesia católica que nos asfixia? Esta Iglesia espiritualmente huera, pero de organización formidable, sólo puede ceder al embate de un impulso realmente religioso. El clericalismo español sólo puede indignar seriamente al que tenga un fondo cristia...

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«Empiezo a creer que la cuestión religiosa sólo preocupa en España a usted y a los pocos que sentimos con usted. Ya oiría usted al doctor Simarro, hombre de gran talento y de gran cultura, felicitarse de que el sentimiento religioso estuviera muerto en España. Si esto es verdad, medrados estamos, porque ¿cómo vamos a sacudir el lazo de hierro de la Iglesia católica que nos asfixia? Esta Iglesia espiritualmente huera, pero de organización formidable, sólo puede ceder al embate de un impulso realmente religioso. El clericalismo español sólo puede indignar seriamente al que tenga un fondo cristiano. Todo lo demás es política y sectarismo, juego de izquierdas y derechas», escribía don Antonio Machado a don Miguel de Unamuno en una carta desde Baeza, que se supone de 1913. Y esta carta constituye, desde luego, un texto extraordinario para juzgar del tempo espiritual y del catolicismo de la restauración canovista, que mucho me temo es el concepto de catolicismo y religiosidad que seguimos manejando por estos lares en los análisis o comentarios políticos y cada vez que sigue haciéndose entre nosotros referencia pública a estas cuestiones religiosas. «El Evangelio -escribía entonces también Machado- no vive en el alma española, al menos no se le ve por ninguna parte», y, a su juicio, lo que más relucía era la superstición popular y el vaticanismo de las clases altas.«Entre nosotros mismos, aquí, en España, el catolicismo político de los moderados y conservadores -de un Moyano o de un Cánovas del Castillo- fue un catolicismo volteriano... Todos los volterianos enemigos de Rousseau eran, en el fondo, tan conservadores como lo era Voltaire mismo. Faltos de toda creencia religiosa, de toda fe en la trascendentalidad de la vida, creen, sin embargo, que la religión puede ser un arma política y que es un medio de contener a las muchedumbres», escribía, por su parte, don Miguel de Unamuno. Y así eran las cosas. Por todas partes reinaban como resultado de esta situación la superficialidad, la mentira, la hipocresía, la cuquería elevada a virtud nacional hasta en el plano religioso, el juridicismo y la politiquería: las conciencias se habían «canovizado». Incluso la de los ateos que, como el doctor Simarro, Gran Maestre de la Masonería y uno de los tipos humanos más curiosos que haya habido jamás, se alegraban de que ya no hubiese «cuestión religiosa», sin percatarse de que, precisamente porque no la había, aquella época de la Restauración fue la farándula que fue.

A pesar de todo, sin embargo, en medio de aquel carnaval y politiquería e incluso del menesteroso testimonio evangélico de digamos la Iglesia oficial, obsesionada por el poder y el prestigio, el control de las conciencias y la lucha contra sus enemigos, la fe subsistió, naturalmente, y se nos ha transmitido, y en aquel tiempo hubo también dramas religiosos auténticos y heterodoxias muy conscientes y serias, anticlericalismos muy cristianos y esa fidelidad muy profunda dé la «santa fauna de las mismas mañaneras» de que ha hablado Mauriac. Quizás ahora tampoco encontramos otros reductos de seriedad, y podríamos decir que, a nivel de espiritualidad, estamos viviendo de nuevo ese talante colectivo de la Restauración canovista: politiquería y frivolidad, espíritu de vodevil y de banalización total, charanga de bandería a favor de Lagartijo o de Frascuelo, de derecha y de izquierda, o de arriba y abajo y, de los ángulos, que tanto da.

Una Iglesia cristiana Parece, en efecto, que ahora también se es incapaz de comprender que la Iglesia tiene que ser cristiana y no una institución política o para-política o patriótica-, parece que no se pudiera ser cristiano sin andar con el socialismo en la boca, como entonces con las reverencias ante el trono, y si, por un lado, todavía se hacen repeluznos ante lo que puede ser una ética laica altísima o las exigencias de una sociedad secular, que, al fin y al cabo, es una invención cristiana, por el otro, el descubrimiento máximo del progresismo nacional, que, a veces, se parece excesivamente al de Bouvet y Pecuchet, es el de alegrarse, como el doctor Simarro, de que no haya «cuestión religiosa» ni «cuestiones religiosas», y el asegurar doctoralmente que estas cuestiones de fe son ya cosas de zulúes. Sólo la conexión política y religión o religión política, o política religiosa, siguen interesando a unos y a otros para fabricar las flechas o cebar los trabucos de la lucha política.

Por lo demás, ese deseo o alegría de que no haya o de que ya no hay «cuestión religiosa» ya procedan de quienes consideran ese problema como sobrepasado e infantil, o de los que estiman que no se da porque todo está claro y perfectamente administrado como en una droguería, no sólo revelan una ausencia total del sentido de lo que es la fe cristiana, sino una menesterosidad cultural extrema, esa impotencia para la seriedad y la profundidad culturales que es tan obvia entre nosotros. Porque, en este mismo plano cultural, la inatención a los problemas últimos es sólo la comprobación de que la idiocia -como decía Jung- es reina en una sociedad sólo pendiente de externidades y piruetas y que, cuando se da de cabeza contra el muro de esas últimas preguntas, decide que no son problemas o se inhibe o hasta se atreve a reír como un idiota en un funeral. Desde Pascal al marxismo más serio de este tiempo -por poner un ejemplo que pudiera parecer paradigmático- estos problemas y su enfrentamiento han dado siempre y seguirán dando la medida del hombre, de la penetración de una inteligencia y de la seriedad de una cultura incluso desacralizada y atea. Sólo si se está «canovizado» se está impedido de verlo y se es tan feliz contando votos y haciendo clientela política.

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