Editorial:

El "escándalo" Gilmore

EL FUSILAMIENTO de Gary Gilmore., en la madrugada de ayer, se ha producido en el mismo odioso clima de sensacionalismo que rodeó su preparación, tarea a la que han colaborado algunos medios de comunicación al fabricar, con las mismas técnicas que si se tratará del divorcio de una actriz o los éxitos de un deportista, una noticia cuyo contenido era la vida de un hombre.Muchas son las reflexiones que ese triste acontecimiento suscita. Pareciera como si para algunos esa muerte fuera más real que las que a diario se producen en todos los rincones del globo a causa de las guerras entre países, de l...

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EL FUSILAMIENTO de Gary Gilmore., en la madrugada de ayer, se ha producido en el mismo odioso clima de sensacionalismo que rodeó su preparación, tarea a la que han colaborado algunos medios de comunicación al fabricar, con las mismas técnicas que si se tratará del divorcio de una actriz o los éxitos de un deportista, una noticia cuyo contenido era la vida de un hombre.Muchas son las reflexiones que ese triste acontecimiento suscita. Pareciera como si para algunos esa muerte fuera más real que las que a diario se producen en todos los rincones del globo a causa de las guerras entre países, de los crímenes por afán de lucro o por venganza o en accidentes de circulación. La verdad es que nuestro planeta es una máquina de producir muertes por causas no naturales; y que quizá la desgana para seguir existiendo que mostró hasta el último momento Gilmore no sea más que la extrema y desesperada indiferencia de un hombre que prefirió darse de baja en un espectáculo que, además de su mala calidad global, le había reservado, hasta el fin de sus días, el papel de encarcelado.

Pero estas consideraciones generales no deben ocultar otras más concretas, en particular el doble desafío que ese fusilamiento plantea a la conciencia de la sociedad civilizada: el derecho o no de los hombres a quitar, colectiva y legalmente, la vida a sus prójimos, y el derecho o no de cada hombre singular a decidir sobre su propia muerte.

El caso de Gilmore ha llevado al paroxismo esa contradicción. Los defensores de la pena de muerte no hubieran tenido la menor vacilación en aprobar su ejecución, al igual que en otros lugares y circunstancias endurecen la mirada y hacen más grave el tono de: voz para patentizar que, aun siendo fervorosos partidarios de la pena capital, son seres humanos que matan sin odio. Pero cuando sorprendentemente el fusilamiento se convierte en suicidio, a través de la negativa del condenado a utilizar los recursos legales de la conmutación, entonces buscan complicadas hipótesis -desde el exhibicionismo a la demencia- para tratar de explicar una decisión cuya clave se les escapa. Son los mismos que no dudan en condenar de plano la eutanasia, aun, cuando la vida del presunto ser humano que todavía la conserva se mantenga en niveles puramente vegetativos. Con lo que se demuestra, quizá, que este tipo de gentes no pone en cuestión el derecho a la vida, sino la capacidad de poder que todavía tienen en sus manos. La de matar o no matar con arreglo a su código particular.

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Mientras la pena de muerte siga en vigor, muchas de estas dudas no podrán ser resueltas. La pena de muerte es una sinrazón moral, una aberración social y un inútil y cruel ejercicio del poder.

El carácter reparador de la pena, de muerte es una monstruosidad ética; su defensa como procedimiento disuasorio carece de fundamentación real. Para acabar con el crimen, las vías son otras. Pero resulta más fácil esa regresión primitiva a la ley del Talión, falsamente apoyada en su presunta eficacia preventiva, que tratar de resolver los pavorosos problemas de orden político, social y económico que llevan a los hombres a convertirse en asesinos. Y, sin embargo, como en tantas ocasiones, el camino más largo es el único que conduce al objetivo buscado; el supuesto atajo, en este caso el mantenimiento de la pena de muerte como recurso legal, no es sino un callejón sin salida, cimentado de barro y de sangre Gilmore.

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