Editorial:

Derechos cívicos: un compromiso

HACE UNAS semanas, el ministro de Asuntos Exteriores firmó en la ONU los Pactos Internacionales de Derechos Civiles, Políticos, Económicos, Sociales y Culturales aprobados en 1966 por la Asamblea General de las Naciones Unidas. Esta decisión gubernamental, altamente positiva en la medida en que expresa una voluntad democratizadora, tiene una significación que no debe pasarse por alto.La firma de los pactos es un primer paso, necesario pero insuficiente, en el proceso democratizador. La insuficiencia viene determinada por un doble hecho: de una parte el acto de suscribir los pactos no es más qu...

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HACE UNAS semanas, el ministro de Asuntos Exteriores firmó en la ONU los Pactos Internacionales de Derechos Civiles, Políticos, Económicos, Sociales y Culturales aprobados en 1966 por la Asamblea General de las Naciones Unidas. Esta decisión gubernamental, altamente positiva en la medida en que expresa una voluntad democratizadora, tiene una significación que no debe pasarse por alto.La firma de los pactos es un primer paso, necesario pero insuficiente, en el proceso democratizador. La insuficiencia viene determinada por un doble hecho: de una parte el acto de suscribir los pactos no es más que una declaración de voluntad que no vincula con carácter directo e inmediato a los órganos del Estado español. Es preciso, desde esta perspectiva, que se produzca además la ratificación de los pactos y se lleven a cabo las transformaciones indispensables en el ordenamiento jurídico constitucional y en las leyes complementarias para que los derechos y libertades asumidos queden debidamente garantizados y puedan así ser ejercidos por los ciudadanos españoles bajo el amparo de los Tribunales de Justicia.

Es lástima que no se haya aprovechado la ocasión para suscribir también el Protocolo facultativo que figura como anexo a los pactos, pues por virtud de tal Protocolo los ciudadanos españoles habrían tenido la posibilidad de acudir individualmente ante el Comité Internacional de Derechos Humanos para exponer sus quejas y reclamaciones por presuntas violaciones de sus libertades básicas.

En cualquier caso, la firma de los pactos constituye momentáneamente un punto de apoyo moral para cuantos desde hace años reclaman la institucionalización de los derechos públicos subjetivos y de las garantías para su ejercicio. En lo sucesivo cualquier práctica discriminatoria o restrictiva en esta materia reflejará una flagrante contradicción que podrá ser denunciada con fundamento. En este sentido, la decisión del Gobierno supone una autolimitación de sus facultades represivas, reguladas por una legislación autoritaria cuya derogación urge desde este momento por estar ya en contradicción con los pactos recientemente firmados.

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Estamos pues ante una decisión que debe ser debidamente valorada y cuya significación moral no puede quedar en la trastienda. Pero hay que dar los pasos siguientes y poner término a la aplicación de una legislación represiva en materia de libertades públicas. Y de esta calificación no excluímos las recientes leyes reguladoras de los derechos de reunión y asociación. Entre el acto de valor moral y la práctica cotidiana todavía hay un desfase sustancial.

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