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Ante el anuncio de Cortes Constituyentes

El estudio del texto del proyecto de reforma constitucional, conocido después de la alocución del Presidente, señor Suárez ya esbozar una primera opinión con suficientes elementos de juicio. Dada la complejidad del tema habré de limitar de momento el comentario a algunas de sus características más salientes.

Conviene destacar ante todo, que el proyecto no es fruto de una negociación con las oposiciones. Ha habido, es cierto, conversaciones informales con miembros de la oposición citados a título personal; pero nada más. Como ciudadano, lamento que el Gobierno se haya equivocado al valor...

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El estudio del texto del proyecto de reforma constitucional, conocido después de la alocución del Presidente, señor Suárez ya esbozar una primera opinión con suficientes elementos de juicio. Dada la complejidad del tema habré de limitar de momento el comentario a algunas de sus características más salientes.

Conviene destacar ante todo, que el proyecto no es fruto de una negociación con las oposiciones. Ha habido, es cierto, conversaciones informales con miembros de la oposición citados a título personal; pero nada más. Como ciudadano, lamento que el Gobierno se haya equivocado al valorar casi desdeñosamente lo que la verdadera oposición democrática significa, aunque aparezca falta de cohesión. Sin embargo, como miembro de esa misma oposición celebro que el Gobierno no la haya comprometido en una negociación, aunque fuera más aparente que real.

A pesar de ello, el Gobierno ha tenido que entrar en el terreno marcado por sus opositores. Después de haber atacado reiteradamente, con toda clase de argumentos, la que se ha llamado « ruptura democrática», la verdad es que el proyecto que va a presentarse al Consejo Nacional y a las Cortes es pura y simplemente una ruptura con el pasado. Proclamar el principio de la soberanía popular expresada por la vía de la democracia inorgánica, y anunciar la convocatoria de unas Cortes elegidas por el voto libre de todos los ciudadanos, agrupados en asociaciones que canalicen las diversas corrientes políticas, es renegar de un sistema político que, durante cuarenta años, se ha apoyado en las ficciones de la democracia orgánica y del partido único. Por eso, sin duda, tuvo el señor Suárez gran cuidado, y el innegable buen gusto, de no recordar siquiera en su alocución el pasado y no prodigar las habituales adulaciones al hombre que lo encarnó.

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No se engañaba, pues, la oposición cuando, recogiendo una corriente social cada día más poderosa, pedía con firmeza y unanimidad un corte con el pasado.

No creyó conveniente el Gobierno aceptar la fórmula del referéndum previo, que sectores integrantes de una oposición constructiva le brindaban; fórmula que salvaba el respeto a las formas externas de la actual legalidad institucional y que acortaba notablemente el período constituyente que el Gobierno ha abierto, y que es un factor de incertidumbre especialmente peligroso en los difíciles momentos por que atraviesa el país.

Ha preferido el señor Suárez otro procedimiento que, igualmente, ha de desembocar en un referéndum, pero despide haber pasado por el informe del Consejo Nacional y por el voto favorable de dos tercios de las Cortes, que será algo más difícil de obtener, aunque el Gobierno tenga en sus manos las dos armas poderosas de los sustanciosos cargos que disfrutan muchos procuradores, y de los cuarenta puestos de designación regia en el futuro Senado, que pueden ofrecerse en compensación a los santones de mayor influencia en la que hoy todavía se llama Cámara legislativa. .

Se dará así la paradoja de que las verdaderas e indiscutibles constituyentes sean las actuales Cortes gubernativas, condenadas a morir, ya que las nuevas que van a elegirse por sufragio universal y a las que el Gobierno no se decide a dar ese nombre, podrán serlo o no serlo, según sea la mayoría que salga de las urnas.

Y esto es lo que plantea los dos más graves problemas que el proyecto de reforma constitucional encierra: la elaboración de la ley electoral y la neutralidad del Gobierno en las elecciones.

Una ley electoral es casi tan importante como una Constitución, máxime en las circunstancias en que España se encuentra. ¿Acometerá el Gobierno por sí solo esta tarea, sin contar con las oposiciones? ¿Las desdeñará una vez más? ¿Se parapetará en el fácil argumento de que no sabe cual es la fuerza que cada partido tiene en la opinión, y que la incógnita no se despejará hasta que las elecciones se celebren? Aparte de que debe constarle al Presidente que existen en España partidos similares a los de las grandes familias ideológicas de la Europa occidental con una fuerza potencia! indiscutible, ¿quiere el señor Suárez exponerse a que le digan que igual o mayor es la incógnita en cuanto a la fuerza computada en votos que tiene el Gobierno en el país?

Pero tanto o mayor trascendencia que la ley misma la tiene la neutralidad del Gobierno en el proceso electoral, antes y después del referéndum.

Consultar al pueblo en un referéndum previo sobre una pregunta sencilla que no suscite dudas en cuanto a su contenido, es más rápido y de mayor ortodoxia democrática, que pedirle una única respuesta sobre un complejo texto articulado, aprobado previamente —o rechazado, porque todo es posible— por las Cortes del régimen totalitario. El primer sistema incitaría al ciudadano a votar ante la sencillez de la pregunta. El segundo, susceptible de despertar en los espíritus dudas de fondo y de forma, podría ser un estímulo a la abstención.

Si a los inconvenientes de este procedimiento se añadiese una actitud equívoca del poder público en cuanto a su neutralidad ante la votación, la corriente abstencionista podría ser muy poderosa.

¿Cómo va a organizarse la intervención de los ciudadanos en las mesas electorales para garantizar la pureza de la votación? ¿Se pondrán en vigor otra vez las normas dictadas con ocasión del anterior referéndum y que con tal eficacia permitieron la manipulación de los votos por el Gobierno?

¿Habrá igualdad de oportunidades para todas —repito, para todas las ideologías políticas a fin de que puedan llegar hasta los ciudadanos, sin discriminaciones ni yetos? ¿Tendrán, por ejemplo, todos los partidos acceso a la Televisión en iguales condiciones? ¿Se limitará el Gobierno a ser el juez imparcial de la contienda, sin permitirse el lujo de adoptar una posición propia a cara descubierta o por intermedio de grupos debidamente organizados a fin de dar una apariencia de democracia? Sin unas garantías efectivas de imparcialidad del poder público, la oposición no podría aconsejar la participación en el referéndum, y, por el contrario, no tendría más remedio que denunciar la ficción para no hacerse cómplice de ella.

¿Cuál sería entonces la fuerza moral del Gobierno para seguir una obra reformadora que había comenzado por un falseamiento de la voluntad nacional?

Y lo que digo de la campaña sobre el referéndum he de decirlo con mayor motivo del período electoral de las Cortes.

El Gobierno, que en su proyecto mantiene el Consejo del Reino, a pesar de su carácter de reducto de un totalitarismo que le coloca como soberano por encima del Rey, al menos en ciertos extremos esenciales, omite cuidadosamente toda referencia al Movimiento. Tal silencio no puede menos de resultar sospechoso. El Movimiento no es tan sólo el Consejo Nacional al que se va a pedir el obligado informe, sin propósito, al parecer, de tenerlo en cuenta. El Movimiento es, sobre todo, un complejo entramado de organismo e intereses, con un Secretario General con categoría de Ministro, con autoridad oficial en todos los sectores de la vida local, a través de sus Delegados Provinciales y Locales —Gobernadores Civiles y Alcaldes— y con fondos presupuestarios que exceden los tres mil millones de pesetas. Sin la desaparición previa de ese organismo de presión, que llega hasta los últimos rincones de España, costará mucho trabajo creer en la neutralidad del Gobierno y dar por buenas unas elecciones generales, de cuyo resultado dependen la futura estructura política de la nación.

El Gobierno aplaza hasta la constitución y funcionamiento de las nuevas Cortes el desarrollo de una política de firmeza en lo económico y en lo social, exigida de un modo apremiante por el momento crítico en que nos encontramos.

Vamos, pues, a vivir un período no corto de interinidad y de zozobras con unas Cortes gubernativas heridas de muerte, pero todavía legislativas. ¿Por qué agravar el problema con la incertidumbre acerca de la voluntad gubernamental de llegar a una verdadera democracia sin trampa ni cartón? El planteamiento de la reforma por el Gobierno procura atenuar el carácter antitotalitario de sus declaraciones doctrinales con el mantenimiento de organismo que quieren perpetuar lo que se condena o al menos, permitir que sobreviva en parte, a beneficio propio. Ha nacido de algún proyecto de reforma híbrido, de curiosa originalidad en el campo del derecho constitucional, que no es el más adecuado para inspirar confianza, en cuanto a los propósitos que le inspiran. Cuanto más se apresure el señor Suárez a dar las amplias garantías de neutralidad que el período constituyente exige, menor será la inestabilidad en que vivimos y menor será también la hipersensibilidad de ciertos sectores de opinión frente a determinados problemas de índole moral.

La fina percepción del señor Suárez le habrá permitido valorar con exactitud —estoy seguro de ello— lo que han significado recientemente la «Diada de Cataluña» y los tristísimos sucesos de Fuenterrabía, con su secuela de movilizaciones de masas.

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