Editorial:

Meritocracia y democracia

CUANDO LOS gobernantes no son elegidos por los gobernados, mediante el ejercicio del sufragio universal, igual, libre y secreto, necesariamente surgen otros mecanismos para su reclutamiento y selección.Durante la era de Franco, y especialmente desde finales de la década de los cincuenta, uno de los criterios preferidos para la designación de los altos cargos de la Administración fue el curriculum profesional brillante, unido a la aceptación, no necesariamente entusiasta, de las normas de funcionamiento político del sistema. Los grandes cuerpos de la Administración Pública (desde los abogados d...

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CUANDO LOS gobernantes no son elegidos por los gobernados, mediante el ejercicio del sufragio universal, igual, libre y secreto, necesariamente surgen otros mecanismos para su reclutamiento y selección.Durante la era de Franco, y especialmente desde finales de la década de los cincuenta, uno de los criterios preferidos para la designación de los altos cargos de la Administración fue el curriculum profesional brillante, unido a la aceptación, no necesariamente entusiasta, de las normas de funcionamiento político del sistema. Los grandes cuerpos de la Administración Pública (desde los abogados del Estado a la diplomacia), o las carreras técnicas de prestigio (como los ingenieros de Caminos), constituyeron la cantera preferida para el fichaje y promoción de ministros en función de sus méritos.

Una de las más notables degeneraciones de este procedimiento ha sido la falta de coherencia en su aplicación por el grupo que más elogiaba sus ventajas. Resultó, así, que en muchas ocasiones la experiencia profesional del «meritócrata» no guardaba apenas relación con la tarea ministerial que le era encomendada. Por ejemplo, un catedrático de Derecho Administrativo tuvo a su cargo la planificación del desarrollo económico, un diplomático rigió los destinos de Obras Públicas y un ingeniero naval orientó la política exterior del país. En estos casos, la solvencia cuasi-taumatúrgica de los presuntos «tecnócratas» no descansaba en la competencia de sus más conocidos líderes (simples aficionados en el escenario de sus milagros),sino en la capacidad de capitalizar en propio provecho la competencia de los técnicos y expertos de los que, afortunadamente, la Administración española no anda escasa.

De esta forma, la política, expulsada por la puerta, volvía a entrar por la ventana. Pero lo malo era -y aquí radica una degeneración aún más grave del sistema meritocrático- que esa política, realizada encubiertamente bajo el disfraz del bien común, el fin de las ideologías y el gobierno de los expertos, no velaba por los intereses de los ciudadanos de carne y hueso que forman el país, sino que servía a los grupos y sectores con los que se hallaba comprometida. Cuando, a finales de la pasada década, terminó por salir a la luz un grave escándalo financiero que afectaba a los «tecnócratas», fue precisamente su conocimiento de los mecanismos del poder en un sistema autoritario, campo disciplinario en el que sí eran verdaderos expertos y maestros, lo que les permitió capear el temporal y reforzar incluso su posición.

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Junto a la personalidad que emerge del escalafón de los cuerpos especiales, también ha existido en el franquismo el político profesional nacido en el interior del sistema (el Movimiento o la Organización Sindical) y crecido exclusivamente en su seno. Se diría que los nuevos tiempos han puesto de moda a este tipo de gobernante, más adecuado para la flexibilidad y el diálogo que el juego democrático exige. Los aparentes méritos de ese diferente mecanismo de selección serían la paciencia para esperar la oportunidad deseada, el talento para despertar confianza en quienes están arriba, las dotes para la negociación con los competidores y rivales y la capacidad para buscar soluciones de compromiso.

Sin embargo, las semejanzas entre esa figura y la del político surgido en la lucha electoral son puramente superficiales. La confianza que el hombre público busca no es la de sus superiores, sino la de sus votantes; los intereses que defiende y en cuyo nombre negocia no son los de un grupo de poder dentro del establecimiento, sino los de una parte de la sociedad; los compromisos a los que llega con los adversarios son públicos y versan sobre cuestiones generales.

Si hemos salido ya del espejismo de los supuestos tecnócratas, únicamente competentes en la especialidad de conquistar y retener el poder, no caigamos ahora en el mito de los presuntos políticos, cuya dimensión pública se ha desplegado hasta ahora sólo en espacios semiprivados. Los dirigentes que el país necesita procederán o no de los grandes cuerpos administrativos y de las carreras técnicas, tendrán o no experiencia de poder en el seno del franquismo. Este dato es irrelevante. Lo verdaderamente decisivo será su capacidad para obtener y merecer la designación de manos de sus conciudadanos, en lucha electoral abierta y sin ventajas contra rivales que personifiquen otras opciones.

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