Por un programa antiinflacionista

Los temores inflacionistas de una política falsamente desarrollista comienzan a confirmarse. Han pasado cuatro meses y el índice general de precios ha aumentado en un 7 por 100, si sigue el ritmo podríamos incluso acercarnos al 22 por 100 en 1976, lo que sin duda sería un récord de la mayor peligrosidad cuando en el resto de los países desarrollados los programas antiinflacionistas están alcanzando tasas por debajo del 10 por 100 anual.Pero, además, el paro no ha dejado de crecer -probablemente alrededor de 800.000 desocupados- y la balanza de pagos sigue registrando en exceso de importaciones...

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Los temores inflacionistas de una política falsamente desarrollista comienzan a confirmarse. Han pasado cuatro meses y el índice general de precios ha aumentado en un 7 por 100, si sigue el ritmo podríamos incluso acercarnos al 22 por 100 en 1976, lo que sin duda sería un récord de la mayor peligrosidad cuando en el resto de los países desarrollados los programas antiinflacionistas están alcanzando tasas por debajo del 10 por 100 anual.Pero, además, el paro no ha dejado de crecer -probablemente alrededor de 800.000 desocupados- y la balanza de pagos sigue registrando en exceso de importaciones sobre exportaciones, a pesar de la devaluación.

No podría esperarse otra cosa de un política economica tan ingenua como la esbozada, por él actual ministro de Hacienda que, en síntesis, consiste en facilitar el crédito para la inversión, en autorizar aumentos de precios que podrían transitoriamente controlarse y en seguir en realidad el desarrollo típico de los países latinoamencanos en los, que la abundancia de medios líquidos se traduce en inflación galopante controlada por Gobiernos fuertes (preferentemente de carácter militar) que evitan la queja del asalariado y pensionista, que es, en última instancia, el que paga un impuesto tremendamente injusto, como es el de la inflación. No digamos nada respecto a la tesis prekeynesiana de limitar el consumo para que el ahorro, así generado se invierta, pues tal proposición, de fuerte sabor clásico, supone un suspenso a quien se inicie en estudios de economía.

Much o nos tememos que la filosofía inversionista de la autoridad economica sirva solamente para resolver el problema de algunos sectores (eléctrico, siderurgia, naval) financiando sus stocks y reservando intereses muy concretos.

De no abordarse rápidamente un programa antiinflacionista, no se sorprenda nadie si al final del año la peseta en relación con el dólar se devalúe en otro 10 ó 15 por 100; la balanza de pagos presente un déficit de 3.000 millones de dólares o más, la conflictividad laboral en la negociación colectiva sea muy tensa y los parados continúen en cifras muy elevadas.

¿Qué tipo de medidas podrían tomerse en este momento para que el panorama sombrío antes esbozado no se alcance? Los consejos más sensatos serían, en principio, un pacto entre empresarios y trabajadores para limitar las rentas de ambos grupos; tal objetivo no puede alcanzarse sin una Organización Sindical representativa y, por lo tanto, sin diálogo efectivo y realista con los trabajadores.

En segundo lugar, debe irse a la flotación de la peseta para que las importaciones y exportaciones tiendan a ajustarse de acuerdo con una cotización internacional realista de nuestra unidad monetaria. Por supuesto que los medios líquidos no debieran aumentar a una tasa superior, por ejemplo del 14 por 100, reajustando a tal objetivo los diferentes factores que influyen sobre las disponibilidades líquidas (gastos públicos, crédito bancario, etc.), establecer una política de subvención efectiva de artículos alimentarios e incluso constituir un stock para hacer frente a los desajustes de oferta y demanda. Hay que pensar también, en un subsidio de paro lo más efectivo posible, con objeto de estimular el consumo y de evitar el malestar que proporcione la situación de desocupación. Finalmente, proseguir el programa de inversiones en vivienda, obras públicas, de aquellos sectores que absorban mayor mano de obra, pero sin caer en la trampa de que la inversión es un fin en sí mismo.

La realidad se impone y aconseja un programa antiinflacionista. El triunfalismo del fomento de la inversión, reforma fiscal, etc., no tiene sentido en las circustancias actuales, pues el malestar derivado de una inflación de más del 20 por 100 al final de año puede tener un alto coste político. Por otro lado, las reformas pueden esperar a que se realicen las elecciones y, entonces, será cuando la revisión del sistema tributario y otras medidas económicas tendrán sentido duradero. No hay más remedio que estabilizar, a pesar de lo ingrato que ello resulte, a un ministro de Hacienda desarrollista a lo latinoamericano.

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