Dar de comer a una rata
En su obra ‘Alimentar a la bestia’, Al Alvarez traza un perfil precioso de Mo Anthoine, uno de los grandes alpinistas británicos del siglo XX, que asemejaba su pasión al apetito voraz de un roedor
Ciertos alpinistas, y de los buenos, enfocan el éxito y para alcanzarlo prescinden de muchas otras consideraciones. Escogen un compañero curtido, fuerte, de gran nivel técnico, se encuerdan y a su regreso hacen cuentas: ¿sirve lo que han hecho para salir en los medios y merecer una prolongación de su patrocinio? Algunos ni siquiera esperan a regresar: mandan fotos y vídeos desde la cima, cosas de la inmediatez. Lo raro, desde que el profesionalismo irrumpió en el mundo del alpinismo, es escoger a un compañero en función de su sentido del humor, de su personalidad, de la experiencia que supondr...
Ciertos alpinistas, y de los buenos, enfocan el éxito y para alcanzarlo prescinden de muchas otras consideraciones. Escogen un compañero curtido, fuerte, de gran nivel técnico, se encuerdan y a su regreso hacen cuentas: ¿sirve lo que han hecho para salir en los medios y merecer una prolongación de su patrocinio? Algunos ni siquiera esperan a regresar: mandan fotos y vídeos desde la cima, cosas de la inmediatez. Lo raro, desde que el profesionalismo irrumpió en el mundo del alpinismo, es escoger a un compañero en función de su sentido del humor, de su personalidad, de la experiencia que supondrá iniciar un viaje donde casi todo, salvo las risas, es incierto. Lo raro, en el profesionalismo, son los amigos, porque los colegas y compañeros de ocasión ocupan su lugar: el músculo antes que el calor de una broma.
El alpinismo siempre se ha vendido como un asunto serio, un ejercicio donde las carcajadas escasean y las muertes abundan. No es así, ni tiene por qué serlo, aunque a ratos las tragedias aniquilen momentos sublimes. Todos conocen las leyendas de Chris Bonington y Doug Scott, la pareja británica que marcó una época en el Himalaya entre finales de los años 60 y principios de los 80 del siglo pasado. Lo mejor de estos dos no fue su capacidad para adelantarse a su tiempo, el éxito incontestable de sus numerosas expediciones ni su capacidad para reunir dinero… lo mejor fueron los personajes que gravitaron a su alrededor, tipos radicalmente libres, diferentes e incapaces de darse importancia. Don Whillans, por ejemplo. O este: casi nadie conoce a Mo Anthoine (Inglaterra, 1939-1989), coetáneo de ambos y protagonista de un libro delicioso: Alimentar a la bestia, de Al Alvarez (Libros del asteroide).
Mo Anthoine pudo ser famoso, pero no le dio la gana, lo que no le impidió vivir para escalar, siempre con amigos y fuese cual fuese su nivel: él los cuidaba, los protegía, los reconfortaba desde su humor cínico e inteligente. Eso es lo que, se supone, ha de hacer un compañero de cuerda. Uno de sus asiduos fue el poeta y escritor Al Alvarez (Londres, 1929-2019), apasionado escalador y tan incondicional de Mo Anthoine que le escribió un libro. El título original, Feeding the rat (Alimentando a la rata) describe de forma gráfica la pulsión de Mo Anthoine por escapar de una vida desprovista de las emociones que anhelaba, asomarse a sus entrañas y salir a buscar su límite físico, pero sobre todo, mental. En las montañas de medio planeta, en las más elevadas o en las paredes modestas de su tierra: salir fuera para mirarse, para buscarse y conocerse para medirse con la realidad sin esconderse tras cortinas de humo. “No concibo nada más triste que morirse sin saber quién eres o sin saber de lo que eres capaz”, confiesa en el libro.
En la búsqueda de ese conocimiento, Mo Anthoine no solo escaló: fundó una empresa de material de montaña revolucionando de paso artículos de seguridad o prendas de escalada; pero también fue doble de cine, cámara, constructor ocasional… Famoso nunca quiso ser, consciente de lo mucho que perdería a cambio de no ganar casi nada. Al Alvarez también vivió de acuerdo a códigos similares: profesor de literatura en Oxford y crítico literario, mandó todo esto a paseo para escribir acerca de los pensamientos que le quitaban el sueño. Su obra indaga, por ejemplo, en la idea del suicidio, la noche o la poesía.
Doug Scott narró en un libro tremendo su odisea para escapar con vida del Ogro, en 1977, un sietemil tremendo de Pakistán. Scott, con ambos tobillos fracturados cerca de la cima, y su compañero, Bonnington, con varias costillas rotas, descendieron gracias a Mo Anthoine y Clive Rowland, pero estos dos últimos enseguida desaparecieron del relato: sin duda, los medios de la época juzgaron que cuatro héroes eran multitud para un relato que, a la fuerza, debía ser más sencillo. Cuando los cuatro alcanzaron el campo base, este se hallaba desierto, ya que sus compañeros los habían dado por muertos.
¿Quién sobrevive una semana bajo una tormenta en una montaña de 7.000 metros? Mo Anthoine todavía fue capaz de recorrer como un espectro 55 kilómetros hasta dar con una aldea donde pedir ayuda. Al Alvarez recorre varios episodios de la vida del montañero y varias de las ascensiones que compartieron emocionando al lector con la modestia de su amigo, su fortaleza y su integridad: es un relato que desprende calor, es una historia de lealtades, de búsqueda de cierta integridad, de lucha por permanecer único desafiando cualquier corriente impuesta. Uno desearía disponer de una chimenea para poder leer al calor del fuego.
No, la montaña no mató prematuramente a Mo Anthoine, pero sí un tumor con el que convivió fingiendo que no estaba: en la montaña fue un maestro a la hora de relativizar las situaciones más crueles, actitud que extendió a toda su existencia. ¿Para qué quejarse de lo que has elegido cuando las cosas no son exactamente como deseas? En su caso, siempre supo disculpar las miserias inherentes a su pasión. Por eso se le llama pasión. Más de 400 personas acudieron a su funeral. Y todos hubiesen querido reclamar que un día fueron sus amigos.
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