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Irati Mitxelena y Carlos Sáez, cuando el atletismo no es lo único en la vida

La saltadora vasca y el mediofondista catalán debutan en un Mundial pasados los 25: ella es investigadora neurocientífica; él sufrió un ictus a los 16 años

Si cualquier atleta coge sueño dulce reviviendo en su cabeza el momento en el que logró un récord, y los pasos que le llevaron a la marca, o una victoria, a Irati Mitxelena quizás le prive más recordar la reacción y los movimientos de un ratón de 500 euros en el laboratorio en el que echa ocho horas al día después ...

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Si cualquier atleta coge sueño dulce reviviendo en su cabeza el momento en el que logró un récord, y los pasos que le llevaron a la marca, o una victoria, a Irati Mitxelena quizás le prive más recordar la reacción y los movimientos de un ratón de 500 euros en el laboratorio en el que echa ocho horas al día después de haber experimentado en él un ensayo de terapia génica, una pequeña edición de su ADN, cortar y pegar, en busca de un tratamiento que evite mutaciones que conduzcan a la ELA (esclerosis lateral amiotrófica), enfermedad degenerativa y terrible, sin cura conocida. “Claro, saltar siete metros, por ejemplo, sería la bomba, una medalla internacional segura, una pasada, pero con una medalla no curas a otra gente”, reflexiona la saltadora de longitud donostiarra. “Así que si tuviera que elegir una razón de gozo sin duda elegiría hallar una terapia, pero me parece igual de frustrante”. Sin embargo, la última razón para dormir happy, el último momento de éxtasis, se lo dio a Mitxelena el atletismo, un salto de 6,70m el 14 de agosto en Guadalajara que la clasificaba, a los 27 años, para sus primeros Mundiales de atletismo. “De repente me vinieron muchas emociones. Fue el último salto de la última competición en la que podía lograr la mínima”, dice. “Me dije, venga, este es el salto, y cuando salí del foso ya sabía que había sido bueno, pero vi la marca y me salió un grito y mucha alegría, mucha alegría, y no un bajón, pero sí un uf, porque sin hacerle caso había estado acumulando mucha tensión muchos meses”.

Como Mitxelena, que salta la calificación de longitud el sábado a las 11.30, hora española (Eurosport y TDP), Carlos Sáez también relativiza la importancia del atletismo y así mismo debutará en Tokio con la selección española en un Mundial a una edad considerada tardía estos tiempos que vuelan, 26 años, y más para un mediofondista como el barcelonés, que fue internacional juvenil en 2016 en los Europeos de Tiflis. “Y justo al volver, jugando un día en la playa de la Barceloneta a bajar una boya hasta la arena me golpeé con la boya en la cabeza y perdí el conocimiento. El golpe me provocó una disección en una arteria y un hematoma. Un ictus isquémico de origen traumático, dijeron los médicos, que me tuvo con media cara paralizada, mucho dolor y, por la parte del cerebro a la que había afectado, sumido en una depresión fisiológica que me tenía 20 horas durmiendo al día, no quería hacer nada, no veía sentido a nada.

‘Bastante tendrás con bajar a por el pan’, me dijeron los médicos cuando pregunté si podría volver a practicar atletismo, que era mi vida. Toda mi ilusión se me fue de un día para otro. Pero a los seis meses finalmente me dieron el alta, y como había sido un ictus traumático los médicos me dijeron que podía volver al atletismo, que no había peligro”, explica Sáez, que después de superar otro año de enfermedad por una infección dental invisible, corrió este verano en 3m 32s y fue seleccionado junto a Adrián Ben y Pol Oriach para disputar los 1.500m en Tokio, donde disputa las series el domingo a las 2.35 de la madrugada (hora española). “El atletismo y la vida son así. Se trata de superar las dificultades que pasamos y nos hacen más fuertes. Esto del ictus me va a ayudar mucho en mi vida. Verte en una camilla con 16 años pensando que te vas a morir en ese momento fue una, con perdón de la palabra, una putada, pero, con el tiempo, sé que soy todo lo que soy también por lo que he pasado”.

España llega a Tokio con un equipo de 56 atletas (30 mujeres y 26 hombres), dos menos que en el último Mundial, Budapest 2023, y liderada por los atletas que ya triunfaron en los Juegos de París 2024 con la única ausencia del marchador Álvaro Martín, oro olímpico en el maratón mixto con María Pérez, que se retiró: la propia marchadora de Orce, el triplista Jordan Díaz y Enrique Llopis (cuarto en París en los 110m vallas) y Moha Attaoui (quinto en los 800m) ya sentados en la elite mundial. Junto a ellos, será el momento del marchador catalán Paul McGrath y de la velocidad femenina, encarnada en las fabulosas Jaël Bestué (22,19s en 200m una marca de primer nivel) y Paula Sevilla (50,70s en los 400m) y puntal de los dos relevos que maravillaron con sus medallas en la competición clasificatoria, el de 4x100m y el de 4x400m. Y el regreso a la alta competición de la heptatleta María Vicente, 17 meses después de romperse el tendón de Aquiles.

Para el atletismo, Tokio es el Mundial abrasador del 91, los 8,95 metros del aún récord del mundo de longitud de Mike Powell en el viejo estadio, y, en el nuevo, los Juegos del silencio y la pandemia, en el año impar 2021. Cuatro años después, en el mismo estadio olímpico, esta vez a reventar de pasión y público, Mitxelena y Sáez representan el atletismo de siempre, el de la pasión y la vida, dentro de un mundo volátil e impaciente. La atleta vasca, entrenada en San Sebastián por Ramón Cid, como también María Vicente, se fue de juvenil a Estados Unidos aprovechando que sus cualidades atléticas le abrían las puertas de la Universidad de Cincinnati para estudiar neurociencia, un grado que no existía en España. “Me hice un dos por uno. Y ahora trabajo ocho horas y entreno tres, y aguanto porque logro dormir mucho, nueve horas mínimo”, dice Mitxelena, que lucha contra la frustración y el deseo incumplido en ambos ámbitos, y en cada uno encuentra un ambiente en el que desconectar del otro, siguiendo sin saberlo los mismos pasos que hace más de 70 años seguía Roger Bannister, que afilaba los clavos de las zapatillas con las que corrió la milla en menos de cuatro minutos en la piedra de grafito del laboratorio del hospital St Mary’s, en Londres, en el que Fleming descubrió la penicilina y él terminaba su formación en neurología. “Es un ritmo de vida al que me ha costado adaptarme, pero no es el ideal. No lo quiero romantizar. A veces me pregunto cómo aguanto, pero es lo que me ha tocado. Todo sería diferente si tuviera un contrato profesional de atletismo…”

Sáez también está lejos del profesionalismo. Desde hace dos años se entrena en Madrid con una beca externa en el CAR, sin derecho a dormir en la Blume, donde afila su gran arma, la velocidad en los últimos 200 metros, con series que cronometra, a veces boquiabierto, su entrenador, Antonio Serrano. Vive en un apartamento con su chica, la también mediofondista Miriam Costa, estudia Derecho en la UNED y confiesa su amor por el 1.500, la carrera en la que se medirá a los grandes Jakob Ingebrigtsen, Niel Laros y Cole Hocker. “En tres minutos y medio pasan muchas cosas. Vengo del 800 y no hay comparación. Me encanta la intriga del 1.500. La gozada de volar los últimos 100m… Es una prueba superbonita”, dice. “Yo he creído mucho en mí desde cuando tenía el ictus, que estaba en el más fondo absoluto, siempre he dicho que iba a estar en la élite, nunca he dudado de mí, siempre he confiado. Sabía que este momento iba a llegar”.

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