Alcaraz pone un pie en el estribo de la historia
Llevado al límite, peleando, gesticulando y gritando como un animal salvaje que ve cómo el más joven de la manada asalta su jerarquía y amenaza su territorio, Djokovic llegó al momento decisivo con un servicio abajo, el mismo que tenía Alcaraz para ganar por primera vez en Londres
Los grandes cambios exigen momentos mínimos, a menudo inadvertidos, otras veces ruidosos como tormentas. El que se produjo el domingo en la pista central de Wimbledon duró exactamente 26 minutos y consistió en un juego en medio del tercer set que sacaba Novak Djokovic (36 años), y lo ganó Carlos Alcaraz (20). El viejo y glorioso mundo antiguo encarnado en Djokovic, el tenista con más Grand Slam de la historia, y el emergente y descarado nuevo mundo, encarnado en u...
Los grandes cambios exigen momentos mínimos, a menudo inadvertidos, otras veces ruidosos como tormentas. El que se produjo el domingo en la pista central de Wimbledon duró exactamente 26 minutos y consistió en un juego en medio del tercer set que sacaba Novak Djokovic (36 años), y lo ganó Carlos Alcaraz (20). El viejo y glorioso mundo antiguo encarnado en Djokovic, el tenista con más Grand Slam de la historia, y el emergente y descarado nuevo mundo, encarnado en una idea, la de Carlos Alcaraz: juego estrepitoso, marabunta de golpes a las esquinas, tornado de piernas. Un punto más rápido, un punto más fuerte, dos puntos más atrevido. Fue un juego eterno, emparentado con la historia de Wimbledon, y los tuvo a los dos disputando deuces corriendo y golpeando encima del filo de una navaja. Gritaron, se frustraron, volearon y se pasaron en la red, fallaron bolas incomprensibles, dieron golpes ganadores inauditos; pasó de todo, y en medio de ese todo ocurrió algo sutil, una erosión física y psicológica letal ejercida por Alcaraz contra Djokovic que acabó anticipando la resolución del partido. Hasta 15 botes llegó a dar Novak Djokovic antes de sacar.
El joven llevó al veterano en ese juego a un territorio oscuro en el que él pierde el control de su cuerpo, pura biología, y de su cabeza, pura psicología. Es ese momento en el que un deportista descomunal, un atleta fascinante, entiende que no puede hacer 15 carreras seguidas de punta a punta, ni estar concentrado media hora en un punto con semejante castigo en el cuerpo. No supo el diablo por viejo ni por diablo; supo el joven por joven y por endiablado. Pegó y pegó y pegó, esquinó las bolas, cortó la pelota hasta el límite para poner a Djokovic directamente a hacer sentadillas, hizo dejadas y globos, y el tenista serbio lo aguantó todo, todo, todo, esperando a que Alcaraz bajase el ritmo y le diese un respiro: se lo dio al final del cuarto set. Pero ni siquiera ahí, cuando Djokovic reunió la energía ganada en los últimos juegos tirados del tercero, Alcaraz pareció perder el rumbo. Su rumbo era acabar jugando el quinto set como lo terminó, con su mejor tenis del torneo, con la cadena por fuera, hasta terminar de talar a Djokovic castigando sus pulmones, sus piernas y sus brazos; la reacción del serbio, después de un passing paralelo antológico de Alcaraz con su revés a dos manos, puro bateo de béisbol, fue tirar la raqueta contra el poste de la red.
Djokovic había tenido una bola de break en el primer juego del quinto set para confirmar la tendencia del cuarto. Cosió el punto de forma perfecta para matarlo cuando debía, peloteo de intensidad en el que llevó la iniciativa, y enfrente se encontró un muro de piernas que lo devolvía todo entre los “oooooooh” del público hasta hacer un medio globo que Djokovic, con el brazo encogido, decidió no matar; prefirió hacer una derecha blanda que se quedó en la red. Después del castigo físico y mental que supone pegarle a la bola sin descanso, tener ganado el punto y perderlo con un error no forzado, ¿qué tenía que hacer Alcaraz? Una dejada. Una dejada que exigiese fe en llegar a la otra esquina y piernas para conseguirlo: Djokovic ni lo intentó. Y el punto siguiente de break, desde esa frontera, exigía hundir el clavo con el palo de un hacha en el ataúd del serbio: derecha ganadora paralela acompañada de un rugido. Puro veneno que arruinó la cabeza del número dos del mundo.
Alcaraz tiró varias veces a Djokovic, literalmente. Echó al suelo al hombre de goma que decidió en la hierba de Wimbledon llegar a las bolas terribles de Alcaraz deslizándose, casi bailando. Llegó a devolver algunas casi haciendo un espagat. Cómo no iba a ser un partidazo. Cómo no iban a llegar al quinto set semejantes fuerzas de la naturaleza dirimiendo un título tan impresionante como este, en un escenario bárbaro, con Brad Pitt en la grada mandando a tomar viento la dieta de sex-symbol comiendo patatas fritas en plan “a la mierda todo, qué están viendo estos ojazos”.
En el límite, en una frontera imposible, peleando, gesticulando y gritando como un animal salvaje que ve cómo el más joven de la manada, cerebral y frío, asalta su jerarquía y amenaza su territorio, Djokovic llegó al momento decisivo con un servicio abajo, el servicio que tenía Alcaraz para ganar su primer Wimbledon. Stefan Zweig cuenta cómo Fouché clausuró la Revolución francesa con una vuelta de llave en el club de los jacobinos, un gesto sencillo y limpio; Alcaraz, con un globo primero y una volea después en el último juego. Así se cierran y se abren épocas. Pura diversión, pura fiesta, nada de potencia hasta el punto final, una derecha cruzada que se le clavó a Djokovic en la raqueta. Acabó Alcaraz en ese juego pasándolo bien y jugando con su rival, a la manera de un niño que pone el pie en el estribo de la historia, y se sube a ella.
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