Adam Yates se lleva la primera etapa del Tour de Francia, donde Enric Mas abandona por una caída

El inglés, compañero de Pogacar, se impone en Bilbao en una jornada marcada por el percance del español a 21 kilómetros de la meta

Enric Mas era atendido por los médicos tras su caída este sábado.BENOIT TESSIER (REUTERS)
Bilbao -

Los viejos ciclistas se pasean por la salida del Tour, en las aceras de San Mamés, y hablan de sus glorias, de las memorias que los reconcilian con la vida que han vivido. Hablan del alto del Vivero, la cuesta que a las afueras de Bilbao hizo sentir a Igor Antón, hace 12 años, emociones que no sabía que existieran, y del pueblo en las cunetas de aquella Vuelta a España, las ikurriñas como símbolo, que lo aclamó, y se sintió único en el mundo, y se lo cuent...

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Los viejos ciclistas se pasean por la salida del Tour, en las aceras de San Mamés, y hablan de sus glorias, de las memorias que los reconcilian con la vida que han vivido. Hablan del alto del Vivero, la cuesta que a las afueras de Bilbao hizo sentir a Igor Antón, hace 12 años, emociones que no sabía que existieran, y del pueblo en las cunetas de aquella Vuelta a España, las ikurriñas como símbolo, que lo aclamó, y se sintió único en el mundo, y se lo cuenta a José Enrique Cima, al que su vida de ciclista le ha dejado las rodillas machacadas y un recuerdo de Bernard Hinault imponente doblando la espalda, rindiéndose, ante su sprint todopoderoso durante la Vuelta del 78 en el mismo Vivero en el que, tantos años después, ya pasada la cima, están Enric Mas, de pie, conmocionado, perdido, alucinado y triste, y un médico pasándole los dedos por delante de la mirada desprotegida, sin gafas, y tocándole en el hombro derecho, en la escápula, que le duele al corredor. Son los minutos que siguen a su caída, junto al ecuatoriano Carapaz, en una curva de un descenso vertiginoso que, guiado por Van Baarle y los Jumbos de Vingegaard, aleja el Tour de sus sueños, vuelve a convertirlo, segundo abandono en dos años, en pesadilla. El Tour le ha durado a Mas 156 kilómetros y muchos meses de preparación, y unas últimas semanas de recuperación mental, de recarga de autoconfianza, después de que el estómago, la mala asimilación de los geles y demás fuentes de calorías, lo machacara en la Dauphiné, y allí subió todos los puertos de los Alpes que no subirá en el Tour, y llorará, y también recorrió la contrarreloj que decidirá el Tour, y ya sabía los vatios que nunca dará allí pensando en un puesto en el podio de París que tampoco llegará en el 23. En el hospital de Cruces comprobarán que tiene la escápula rota, y a la meta, Carapaz, otro que como Mas peleaba por ser el mejor tras los intocables, llega con 15 minutos de retraso. Una hora después anuncia su abandono.

Y el mallorquín, de 28 años, no podrá tomarse un vino con los viejos que aman la vida ciclista por sus alegrías en el Vivero.

Las contarán, con una pinta de ale tibia y miradas cómplices y dolidas, y algunas voces, los hermanos Yates, y Simon, el mayor por minutos, le dirá, como dijo por la tele, que cómo se había alegrado por la victoria de su hermano pequeño, compersión pura que nunca sentiría Caín, y Adam, más compersivo aún, le dirá que cómo le dolió que su hermano mayor terminara segundo.

Desde Bilbao se ve el mundo, y el mundo ve su capital verdadera, 190 países conectados al Tour, sus balcones de ikurriñas, decenas de miles de personas disfrazadas de aficionados y de fiesta en las cunetas, y el embarcadero de Getxo y San Juan de Gaztelugatxe donde se pelean de mentira en Juego de Tronos y donde los ciclistas se dan de verdad, donde Tadej Pogacar empieza a arengar a sus UAE, porque quiere gritar fuerte y enseñarle la rueda trasera a Jonas Vingegaard, y hacer cabriolas con su muñeca rota para asustarle al danés serio, para hacerle creer, riendo, que está más fuerte que nadie, de nuevo, y que si él, el danés que le agotó en el 22, tiene a Wout van Aert para cansarle, él, el esloveno alegre y juguetón, tiene este año a Adam Yates, que también duele, y gana, y levanta los brazos en Bilbao, victorioso, y también los levanta Pogacar, más feliz aún, un niño feliz.

Cuando Franco aún, en 1974, llamadas a la huelga general en el país, una etapa del Tour entró en Seu d’Urgell, y al cruzar la frontera, Eddy Merckx, intocable, eso creía, de amarillo, gritó “Gora Euskadi askatuta!”, como le había enseñado Santi Lazkano, ciclista guipuzcoano que se mató joven en una accidente de moto, y los vascos del pelotón le tuvieron que callar a Merckx, tanto miedo daban los de la Guardia Civil, que los seguían y abrían paso en moto. Pogacar grita “Gora Euskadi” en el Guggenheim y lo convierte quizás en su grito de guerra cuando acelera loco entre la afición loca que deja solo un sendero para que pase, y solo las emociones, el deseo, lo guían, llegando a la pancarta del alto de Pike, la cuesta que teme Jonas Vingegaard, que se pega a su rueda y no le concede ni un centímetro, y en la cima se miran los dos y se paran. El razonable Vingegaard convence al retador de que juntos no van a ir a ningún sitio y de que solo queda un descenso largo y el repecho hacia Begoña en la capital de mundo. Quedan 10 kilómetros. Comienza el show de los hermanos Yates. Una belleza. Uno del UAE, movimiento táctico; otro del Jayco, es su vida, saltar a por una etapa cuando puede.

De niños, se echaban carreras en las calles de Bury, a las afueras de Mánchester, el pequeño, Adam, el mayor, por unos minutos, Simon. Así crecieron, incontrolables, indisciplinados, los hermanos Yates, que ayer, los dos juntos, hermosa hermandad en tierras que quieren creer en la esperanza, el mayor y el pequeño, ya cumplidos los 30 años, ascienden hacia Begoña solos, destacados de un pelotón que jadea en su persecución, pequeños grupos rotos, Pogacar y Vingegaard, delante; Landa y Carlos Rodríguez, a su rueda, Mas en un coche comprobando que quizás no tenga nada roto pero que no podía seguir, que el golpe a su ánimo fue quizás más duro que el golpe a sus huesos, y observan en la distancia cómo el mayor, Simon, lleva de la mano al pequeño, lo protege, lo cuida, y a 200 metros de la meta, le deja irse, feliz, victorioso. “Era su primera victoria en el Tour”, concede Simon, el ganador de la Vuelta del 18, y ganador de dos etapas ya en el Tour, y que vive en Andorra, a cinco minutos en bici de su hermano Adam, y este dice que no ha habido un día de su vida en el que no hayan hablado, y, seguramente, ninguno de los dos ha olvidado la etapa de los Pirineos, bajando el Aspin, cuando a Adam, que iba destacado, se le hundió sobre su cabeza el arco hinchable que señalaba el último kilómetro. “Seguro que lo aprueban nuestros padres: dos hermanos, primero y segundo en una etapa del Tour, y no de la vuelta a la manzana en Bury; que los hemos visto en la cuneta, porque están siguiendo el Tour en una caravana”.

Quizás estaban en la cuneta cerca de Gernika, bajo el mural del Guernica de Picasso el dolor, o cerca del roble, el recuerdo de la barbarie del cainismo, o en Larrabetzu, cerca del caserío del que salió en bicicleta Jesús Loroño para convertir al ciclismo en el gran deporte vasco, o por Urdaibai, que por todos esos lugares pasó el pelotón acelerado, por donde vive Pello Bilbao, a quien derrotaron las emociones. Sentimental y profundo, a Bilbao, que llevaba años pensando que quizás lo mejor que le daría el ciclismo fuera pasar disputando el Tour por sus carreteras de la infancia, y que él podría destacarse y ganar, lo maltrató el ciclismo hace unas semanas cuando murió su amigo Gino Mäder, el chaval suizo que había recogido un perro abandonado que se cruzó por delante de él en Bilbao una Vuelta que pasó por la capital. En la subida a Vivero, Pello, el ciclista, sufre, y se agarra. Y se pregunta qué le ocurre. Las piernas las siente fuertes. El ánimo, a tope. Alucina con la afición, con los gritos, con el amor. Siente que la bici hace cosas raras, pero todos le dicen que no, que está perfecta. En el descenso nota que la bici se le va. Solo en la meta, a la que llega a 21 segundos del grupo de Pogacar y Landa, se da cuenta de que no eran imaginaciones, pues la rueda tenía un gran pinchazo. Lo lamenta y se compromete ante a la afición. “Me veréis en Jaizkibel”, dice, y habla de la llegada a San Sebastián, el domingo, donde el País Vasco seguirá siendo la capital del mundo.

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