Relatos salvajes del fútbol: “No lo fiché porque era maricón”

Una serie sobre los presidentes de clubes de los noventa muestra el enorme salto social de un país que permitía lo que hoy es intolerable

Jesús Gil, en un jacuzzi, durante un programa de TelecincoVídeo: Movistar Plus+

Jesús Gil, presidente del Atlético de Madrid (1987-2003): “Iba a fichar a un jugador importante y no lo he hecho porque me he enterado de que era maricón. Me he quedado helado. A ese no lo meto en el vestuario. Solo faltaba que dijeran que Gil tiene a uno de estos ahí”.

La periodista Ana Cristina Navarro, en 1995, a Ramón Mendoza, presidente del Real Madrid entre 1985 y 1995.

—¿A usted le habría molestado o alterado tener un hijo homo...

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Jesús Gil, presidente del Atlético de Madrid (1987-2003): “Iba a fichar a un jugador importante y no lo he hecho porque me he enterado de que era maricón. Me he quedado helado. A ese no lo meto en el vestuario. Solo faltaba que dijeran que Gil tiene a uno de estos ahí”.

La periodista Ana Cristina Navarro, en 1995, a Ramón Mendoza, presidente del Real Madrid entre 1985 y 1995.

—¿A usted le habría molestado o alterado tener un hijo homosexual?

—No, en absoluto.

—¿Y una hija?

—Lesbiana, entonces. No, en absoluto. Las inclinaciones, tendencias, desviaciones o problemas psíquicos son producto de una persona y ahí no hay nada que hacer.

Casi.

Son declaraciones recogidas en la serie documental La liga de los hombres extraordinarios (Movistar), que ha entrevistado, en la actualidad, a algunos de los presidentes de clubes de fútbol más histriónicos, polémicos o carismáticos de los noventa y los primeros 2000: Manuel Ruiz de Lopera en el Betis (1996-2006), que pagaba extras a los jugadores en una especie de corticoles de lujo; José María del Nido en el Sevilla (2002-2013), condenado a siete años de prisión por malversar dinero del Ayuntamiento de Marbella; Augusto César Lendoiro en el Deportivo (1988-2014), que inventó el Superdépor y dejó una súperdeuda; Joan Gaspart en el Barcelona (2000-2003), que cada noche desde niño besaba una foto de la virgen del Montserrat y otra del Barça (hasta que su mujer se quejó) y José María Caneda en el Compostela (1988-2003), es decir, la mitad de la pelea más famosa del fútbol español —la otra es Gil—, aunque la peor parte se la llevó su gerente, José González Fidalgo.

El ejercicio que plantea la serie es mirar esa época con los ojos de hoy y ver que no solo era otro fútbol, era otro país, otro lenguaje, otras cabezas. Remontarse a los noventa es viajar a una época en la que las mujeres no podían entrar en los palcos de determinados estadios: “¿Por qué ese racismo de que las mujeres no ocupen el mismo espacio que los hombres?”, se pregunta Caneda. Y dice Del Nido: “En el siglo XIX las mujeres no votaban. ¿Había que matarlos a todos? ¿Degollarlos? ¿Eran todos unos machistas asesinos? Vamos a terminar hablando de política, no de fútbol, pero bueno...”. Es viajar al momento en que los equipos, tras múltiples pufos y deudas, se convirtieron en sociedades deportivas —Lopera: “Necesito 800 millones netos en 25 minutos o el Betis puede morir”—; cuando los ultras tenían alfombra roja en los estadios y los dirigentes de clubes se dedicaban unos a otros lindezas como estas: “¿Qué se puede esperar de un señor que coge el vaso a las 12 de la mañana en El Rocío y le quita las mujeres a los amigos, destrozando los matrimonios con hijos de por medio, que aquello parecía Falcon Crest?”.

Y sin embargo, los protagonistas de esa época, que admiten que aquello —presidentes en la cárcel, tacos en los muslos…—, era, efectivamente, un poco salvaje, dejan ver cierta nostalgia. Dice Mijatovic: “No cambiaría mi fútbol y mi generación por ninguna posterior”.

Pero hay algo inquietante, contagioso, en esa morriña por el fútbol de antes. Una especie de placer culpable. Nadie echa de menos, evidentemente, aquella corrupción, machismo y homofobia desbocados, pero sí parte del espectáculo que provocaban esos presidentes disparatados frente a los jeques sosos —cuando no cosas peores— que ahora controlan algunos clubes. En los días buenos, cuando no estaban diciendo barbaridades, un señor como Lopera podía contar que convenció a un aficionado que pretendía entrar en el estadio con las cenizas de su padre metidas en un bote de melocotones de cristal (prohibido) para que lo trasladara a “un envase de Puleva”. “Y el muchacho me mira todos los días cuando el Betis mete un gol y abraza a su padre”, explica en una entrevista hace millones de años.

También resulta más fácil reírse de aquellos relatos salvajes cuando el deporte —bien es cierto que en otra disciplina, el tenis— acaba de producir una imagen hermosa, moderna, y más poderosa que mil campañas contra el machismo, la homofobia y los estereotipos: la de Rafa Nadal y Roger Federer llorando, cogidos de la mano, por la retirada del suizo. A Jesús Gil le habría explotado la cabeza.

Roger Federer y Rafa Nadal, muy emocionados, en la despedida del tenista suizo el pasado 23 de septiembre en Londres. Ella Ling

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