Los boxeadores de Auschwitz
Un libro relata cómo algunos prisioneros del campo de exterminio sobrevivieron como púgiles para distraer a los nazis con combates
El preso 172345 de Auschwitz bajó al salón en silla de ruedas. Entre 1944 y 1945 no había sido más que ese número tatuado en un brazo al llegar al campo de exterminio. Esa tarde del 22 de enero de 2018, en el Hotel Intercontinental de Madrid, Noah Klieger era un anciano de 91 años dispuesto a revivir su infierno. El superviviente del Holocausto comenzó a hablar sin parar. Su aterrador testimonio es el núcleo del libro K.O. Auschwitz (editorial Córner), que se acaba de publicar y que es una continuación del reportaje qu...
El preso 172345 de Auschwitz bajó al salón en silla de ruedas. Entre 1944 y 1945 no había sido más que ese número tatuado en un brazo al llegar al campo de exterminio. Esa tarde del 22 de enero de 2018, en el Hotel Intercontinental de Madrid, Noah Klieger era un anciano de 91 años dispuesto a revivir su infierno. El superviviente del Holocausto comenzó a hablar sin parar. Su aterrador testimonio es el núcleo del libro K.O. Auschwitz (editorial Córner), que se acaba de publicar y que es una continuación del reportaje que el periodista José Ignacio Pérez escribió para el diario Marca.
“Allí nos llevaban a morir como bestias”, recordaba Noah. Vivir no estaba en sus manos. A menudo dependía de un golpe de fortuna. En su caso, un golpe de boxeo.
Desnudo, al raso y a 20 grados bajo cero. Así pasó su primera noche en Auschwitz. “Al día siguiente llegaron dos SS y uno de ellos preguntó: ‘¿Quién sabe boxear?’. Yo levanté la mano. Han pasado casi 75 años y todavía no sé qué me impulsó a reaccionar así. Fue algo visceral. No pensé con el cerebro, lo hice con las tripas. Me dije: ‘Si quieren boxeadores, debe ser algo positivo’. Eso me permitió sobrevivir. El boxeo me salvó”, revivía el prisionero 172345.
Era mentira. Noah Klieger no sabía boxear. Nunca se había puesto unos guantes. Pero si los nazis querían boxeadores... Cansados de matar, los domingos buscaban otra distracción. Así nacieron unas veladas en que los prisioneros luchaban entre sí y los oficiales cruzaban apuestas —Adolf Hitler veneraba el boxeo e inculcaba su práctica como uno de los deportes preferidos de la Alemania nazi—.
Los combates se celebraban a veces en un hangar, y otras en la explanada del campo de concentración, rodeados los presos de alambradas electrificadas y con los SS apuntando con sus armas. Para quienes vestían el pijama de rayas, boxear suponía alargar una vida que no era vida. Los púgiles tenían ciertas recompensas: un trozo de pan, un dado de mantequilla, algo más de sopa o trabajar en el establo o la cocina en lugar de en el exterior. Eso podía decidir a qué lado de la línea caías, si vivo o muerto.
Había profesionales del boxeo, incluso campeones del mundo. Pero Noah... “Demostradme lo que sabéis hacer, os habéis declarado púgiles. Si habéis mentido, os enviaré a la cámara de gas”, les dijo uno de los kapos. Se trataba de los carceleros de Auschwitz, criminales, asesinos y violadores (algunos eran alemanes) sacados de las cárceles para actuar como perros de presa y golpear a los presos. A cambio se ganaban un uniforme y botas, y recibían más comida y un mejor sitio para dormir. Varios de esos kapos fueron rivales de los prisioneros en los combates de Auschwitz. La pelea era desigual: a un lado del ring, un muerto viviente de 40 kilos, piel y huesos, que se ponía los guantes (o una simple venda en los nudillos) después de trabajar 11 horas al día con escaso alimento: un litro de agua oscura, un trozo de pan húmedo y la sopa que le daban a los cerdos; al otro lado, el kapo fuerte y bien nutrido.
Noah Klieger perdió los más de 20 combates que disputó. Si sobrevivió fue gracias a que su primer rival, Jacko Razon, un boxeador campeón de Grecia y los Balcanes, dejó que le golpeara para simular una pelea algo competida. Luego aprendió algunos golpes básicos, a moverse por el ring, la postura de defensa, a esquivar los ataques... Más que un púgil, debía ser un buen actor.
Un campeón y un olímpico
Los boxeadores se ayudaban unos a otros. Repartían el pan y la sopa que ganaban, sobre todo con los más enfermos, aquellos a los que llamaban “musulmanes”, esqueletos andantes.
A Víctor Young Pérez le llamaban Campeón. Número 157178. Había peleado dos veces en España, en 1933 en Valencia y en 1935 en Barcelona. Para entonces ya era campeón del mundo de peso mosca. Peleó para los nazis hasta que le mataron en una de las marchas de la muerte por compartir comida con otro preso.
Antoni Czortek, número 139559, participó en los Juegos Olímpicos de Berlín 36 y fue subcampeón de Europa de peso pluma. La vida de Tadeusz Pietrzykowski acabó en el cine: El campeón de Auschwitz. Estaba en el primer transporte que llegó al infierno, el 14 de junio de 1940. El preso 77 había sido campeón de Polonia y entre los prisioneros se convirtió en un héroe. “Yo solo tenía una idea en la cabeza: por pelear me iban a dar pan. Tenía hambre. Mis compañeros también estaban hambrientos. Y el combate me proporcionaba una posición más alta, así que debía demostrar mis capacidades. Solo los que tenían un buen oficio contaban con más posibilidades de sobrevivir”, recordaba en el libro. Llegó a tumbar a un kapo alemán, Walter Dunning, triunfo que le valió entrar a trabajar en el establo, donde se entrenaba cargando heno y cortando leña. En otra ocasión que venció a un superior se encontró con la venganza: le infectaron con el tifus.
Tadeusz escribía a su madre a escondidas: “Me han dado 10 panes y 10 dados de margarina y se los he dado a los pobres por Navidad. Como ves, el boxeo me ha servido”.
Muchos de esos púgiles que boxeaban por seguir respirando nunca quisieron volver a un ring cuando fueron liberados. Tadeusz montó un gimnasio. Noah Klieger renunció a la lucha. Acabó siendo periodista, como su padre, fue corresponsal de L’Équipe, y su afición al baloncesto le llevó a ser presidente del Maccabi de Tel Aviv. Y sobre todo, dedicó su vida a viajar por el mundo para contar su historia hasta que murió en diciembre de 2018, a los 92 años. “Noah vivió recordando su infierno para que no volviera a suceder”, explica José Ignacio Pérez; “Auschwitz nunca salió de él”.
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