Medvedev descose a Djokovic
El ruso eleva su primer grande al imponerse en la final de Nueva York al número uno (triple 6-4, tras 2h 15m) y privarle del Grand Slam, así como de adelantar a Nadal y Federer en la gran carrera histórica
Él, maestro de procesar la presión y rey del escapismo, el hombre que casi siempre encuentra la llave para abrir los grilletes y liberarse bajo el agua, termina devorado por la tonelada de emociones que se entrelazan a toda velocidad en el subconsciente. Novak Djokovic no aguanta más. Y se rompe. A punto de entregarse definitivamente y, por lo tanto, de que se le esfume la opción de atrapar el codiciado Grand Slam (el póquer de los cuatro majors en una misma temporada) y ese 21º grande que le hubiera permitido sup...
Él, maestro de procesar la presión y rey del escapismo, el hombre que casi siempre encuentra la llave para abrir los grilletes y liberarse bajo el agua, termina devorado por la tonelada de emociones que se entrelazan a toda velocidad en el subconsciente. Novak Djokovic no aguanta más. Y se rompe. A punto de entregarse definitivamente y, por lo tanto, de que se le esfume la opción de atrapar el codiciado Grand Slam (el póquer de los cuatro majors en una misma temporada) y ese 21º grande que le hubiera permitido superar por primera vez a Rafael Nadal y Roger Federer en la gran carrera histórica, termina derrumbándose. El rostro se le va enrojeciendo, llora en la silla y Daniil Medvedev, colosal de principio a fin, remata perfectamente su primera gran obra: triple 6-4, tras 2h 15.
Es decir, el ruso, de 25 años y dos del mundo, estrena su casillero y priva al número uno del doble hito que tenía a tiro. Adiós al récord, adiós al trébol de cuatro hojas. Crudo desenlace para el serbio, consumido por las expectativas y rendido entre lágrimas. “Pido perdón a los aficionados y a Novak, todos sabíamos a qué aspiraba hoy”, se expresa con empatía el campeón, que había sido batido por Nole en la final del Open de Australia de enero y se convierte, previa majestuosa exhibición, en el primer representante masculino de su país que celebra un grande desde que lo hiciera Marat Safin en 2005, en Melbourne. A Djokovic, afligido, le cae un yunque encima.
Hasta una mente tan bunkerizada y tan privilegiada como la suya es permeable a la duda. Al número uno, nervioso de partida, le cuesta encontrar su sitio en la final y lo paga muy caro, carísimo, con un arranque en forma de accidente. Para cuando se entona, Medvedev ya le ha roto una vez el servicio y esa dentellada le cuesta el primer set. La palanca del ruso hace estragos en esa franja inicial, implacable el número dos, que se sabe el guion al dedillo y sencillamente tira de lógica y deduce que lo mejor es abreviar y acelerar, a su estilo: a nadie le interesa enzarzarse en el peloteo con Nole, luego saque, saque y más saque. Martillazo a martillazo, la manga al bolsillo. Una ronda más, y son ya cinco consecutivas en el torneo, Djokovic a remolque.
Ávido de historia, el aficionado neoyorquino interpreta que es la hora de dar un empujón anímico al balcánico, paliducho y excesivamente contemplativo, sin la autoridad habitual para hacerse con la iniciativa. “¡Ole-Ole-Nole!”, se pronuncia la central de Nueva York cuando ha deshecho un lío (2-0 y 15-40 en contra) e intenta recuperar el terreno perdido con más corazón que convicción, con la sensación de que haga lo que haga, ahí van a llegar las interminables extremidades de Medvedev, o que por mucho que se estire y trate de anticiparse a los servicios abiertos de este van a ser inalcanzables: pleno de primeros, solo tres cedidos con los segundos. Bingo para el moscovita. Y luz roja para Djokovic, 10 errores de partida.
Set abajo y sin procurarse una sola opción de break, Nole continúa transmitiendo la impresión de estar demasiado tenso, con el brazo agarrotado y envuelto por un millón de fantasmas, mientras que a su rival no le tiembla lo más mínimo el pulso. Puntada a puntada, como si no sintiera ni padeciera, Medvedev va descosiéndole el temple y obligándole, y Djokovic busca la variable yéndose hacia adelante en la continuación. Más incisivo y asomándose a la red, el número uno empieza a divisar algún que otro rayo de luz, pero nunca suficiente. Frío como el hielo, el ruso le niega y hurga en su derecha, sin pólvora y errática, y tampoco aporta noticia alguna el revés paralelo con el que dicta. Es decir, todo se tuerce. El volcán empieza a crepitar.
No atina Nole en las tres primeras opciones de rotura que se granjea, y a continuación tiene que apagar otro fuego al desbaratar otras dos para su adversario. Después, tras golpearse los muslos por la frustración, libera todo lo que llevaba dentro reventando la raqueta contra el asfalto porque tenía controlado el punto y apuntaba al break, pero el juez de silla ha detenido la acción debido a un sonido extraño que suena por la megafonía y llega el calentón: primero el amago y luego, tras un resto largo, la explosión: ¡Zas, zas, zas! El arco de su raqueta hecho pedazos y un escenario todavía mucho peor, al entregar de nuevo el saque (para el 2-3 adverso en esa segunda manga) y definitivamente desordenarse. Sin un patrón de juego definido y desubicado, se estrella contra el frontón.
Enfrente, Medvedev no baja el tono y reincide. Le viene a decir el ruso en cada intercambio que él no va a ceder y que no va a ofrecerle una sola rendija. Si a comienzos de año bajó la guardia en la final de Australia, esta vez no afloja ni un ápice, firme de principio a fin el gigantón, en ese modo robótico que desdibuja hasta el más compacto. Inánime y descolocado, sin chispa ni espíritu de insurrección, Djokovic le aborda con balas de fogueo y contragolpea a la desesperada, buscando el saque-red en la recta final. Ni así desprende en ningún momento la impresión de poder hacerle cosquillas a su rival, cada vez más a gusto y cada vez más inabordable; formidable desde el punto de vista estratégico y vencedor por ko técnico.
Arañados dos breaks más en el último set, con tan solo una concesión mínima de Medvedev que simplemente alarga el cronómetro, Nole va doblándose sin remisión. Ofuscado, se entrega entre resoplidos y sin señal alguna de rebeldía, como si ahí abajo no estuviera el verdadero Djokovic y le hubiera suplantado un holograma descafeinado. No ha estado el serbio en ningún momento. No le sirve de nada ese arreón final, ni los feos gritos que le dedican sus seguidores al ruso para descentrarle cuando sirve para rematar la victoria, con todo ya decidido. Si en Melbourne le salió el plan a pedir de boca –7-5, 6-2 y 6-2 en aquella noche australiana–, en esta ocasión es Medvedev el que lo borda.
A él le engulle la gigantesca presión de cerrar el Grand Slam –el último hombre en lograrlo fue Rod Laver, en 1969, y la última mujer Steffi Graf, en 1988– y de adelantar por primera vez a sus dos contendientes por la historia. El gran golpe que había planeado falla, y rumia su sexta derrota en una final de Nueva York. Lo purga a duras penas, con la voz quebrada y los ojos vidriosos. Por el contrario, tras varios años llamando a la puerta, Medvedev por fin se encumbra en su tercera final de un major. Su gloria es la pena de Nole.
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