París es la casa de Rafael

Desde que ganó su primer trofeo, en 2005, no hemos sentido más que un creciente cariño año tras año, para acabar con una abierta admiración conforme ha ido batiendo récords

Nadal posa el pasado jueves junto a su escultura en el complejo de Roland Garros. / ROLAND GARROS

La impresión que me causó París desde que vine por primera vez en 1976, en mi viaje de estudios, se ha mantenido prácticamente inalterable. En aquellos años los españoles admirábamos abiertamente esa sociedad más moderna y sensible a la que aspirábamos emular y, sin embargo, en poco tiempo empezamos a asegurar de modo indiscutible que los franceses nos tienen envidia y que llevan muy mal nuestros éxitos deportivos.

Desde que Rafael ganó su primer Roland Garros en 2005, siendo debutante en el Grand Slam francés, no ...

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La impresión que me causó París desde que vine por primera vez en 1976, en mi viaje de estudios, se ha mantenido prácticamente inalterable. En aquellos años los españoles admirábamos abiertamente esa sociedad más moderna y sensible a la que aspirábamos emular y, sin embargo, en poco tiempo empezamos a asegurar de modo indiscutible que los franceses nos tienen envidia y que llevan muy mal nuestros éxitos deportivos.

Desde que Rafael ganó su primer Roland Garros en 2005, siendo debutante en el Grand Slam francés, no hemos sentido (yo por extensión, claro está) más que expectación y un acogimiento cálido hacia el jovencito tenista español, un creciente cariño año tras año y título tras título, para acabar con una abierta admiración a medida que Rafael ha ido batiendo récords y sumando sus 13 grandes en la tierra batida de París hasta la fecha de hoy.

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Es verdad que vivimos una desagradable experiencia cuando buena parte del público aplaudió la derrota de mi sobrino contra Robin Soderling, en 2009, así como la del desacierto de la ministra francesa Roselyne Bachelot que hace cinco años lo acusó, sin ninguna prueba, de dopaje. Pero también lo es que ambos hechos han quedado hoy como algo anecdótico y subsanado por las inmensas y repetidas muestras de estima y respeto.

El director del torneo, Guy Forget, y todo su equipo nos han colmado siempre de atenciones y han celebrado su cumpleaños cada 3 de junio como si de un hijo se tratara. La prensa deportiva y la general le han dedicado a lo largo de todos estos años muchas portadas y reportajes llenos de elogios.

Las instituciones francesas le han otorgado varios y prestigiosos reconocimientos, como el Gran Premio de la Academia de los Deportes, en una ceremonia celebrada en la Asamblea Nacional en el año 2009, o la llave de París que le entregó la alcaldesa Anne Hidalgo, después de una votación que resolvió el Ayuntamiento por unanimidad.

En 2017, cuando Rafael levantó su décima copa en Roland Garros, asistí emocionado, como toda nuestra familia, a la mayor ovación que he visto en un estadio de tenis. Y este año, nada más llegar a las instalaciones del Bois de Boulogne, Rafael ha descubierto una impresionante escultura de 800 kilos, hecha en acero por el artista español Jordi Díez Fernández, como homenaje y reconocimiento a sus logros deportivos.

La escultura encaja a la perfección en el nuevo Stade de Roland Garros, que ha sido sometido a una reforma integral que, sin sacrificar ni un ápice de elegancia, ha sustituido la tradicional coquetería por una magnificencia más impersonal, pero más acorde a los nuevos tiempos. Y destila lo que, a mi entender, ha ido rindiendo a los franceses ante Rafael a lo largo de los años: su fortaleza, su pasión, su lucha y su compromiso.

Unas virtudes que Rafael sigue manteniendo y que, junto con el hecho de que haya levantado los recientes torneos de Barcelona y Roma, y de que haya vencido a jugadores de la talla de Novak Djokovic, Alexander Zverev o Stefanos Tsitsipas, me llenan de esperanza de verlo ganar, también, su decimocuarto trofeo en la Philippe Chatrier. En su propia casa y entre su propia gente.

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