Laporta, Messi y la marmita
Si el fútbol resultara tan sencillo como leer y aplicar un manual de uso, cualquiera podría ser un buen presidente para el Barça
Podría decirse que el primer paso ya está andado: en apenas tres días con su nuevo presidente, el Barça cayó en los octavos de final de la Liga de Campeones inflamado en algo parecido al orgullo. No es una gesta menor para un equipo que comenzó la temporada envuelto en una tormenta perfecta de disparates y desidia, arrastrado por el fango espeso que dejó tras de sí una cúpula directiva, la anterior, a todas luces indigna de semejante club.
En los pueblos marineros se maneja un dicho que ...
Regístrate gratis para seguir leyendo
Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
Podría decirse que el primer paso ya está andado: en apenas tres días con su nuevo presidente, el Barça cayó en los octavos de final de la Liga de Campeones inflamado en algo parecido al orgullo. No es una gesta menor para un equipo que comenzó la temporada envuelto en una tormenta perfecta de disparates y desidia, arrastrado por el fango espeso que dejó tras de sí una cúpula directiva, la anterior, a todas luces indigna de semejante club.
En los pueblos marineros se maneja un dicho que sostiene una verdad universal: cualquier barco puede pescar con un buen capitán y una tripulación de borrachos, nunca al revés. Es una pincelada de coaching de aldea que nos habla de la importancia del liderazgo, de la necesidad de establecer una cierta coherencia en la cadena de mando para que nadie se lleve a engaños. Se trata, sobre todo, de generar confianza. Porque el mar, como el fútbol, te puede matar de mil formas diferentes y conviene no facilitarle las cosas de antemano. Las imágenes de Laporta animando a los jugadores, un poco al estilo del mítico Carlos Aimar pero sin calzar botas de fútbol, inauguran un nuevo tiempo en el que la plantilla del primer equipo de fútbol no volverá a sentirse sola en el océano o, lo que es todavía peor, abandonada a su suerte en el propio puerto, obligada a embarcar en un paquebote con tantas vías de agua que resulta imposible de achicar.
A partir de ahora se abre un nuevo escenario, uno en el que nadie sabe lo que pasará, pero, desde luego, uno en el que todos sus actores volverán a sentirse implicados, necesariamente interpelados desde el puente de mando y con una afición expectante detrás. Hace apenas quince días, tras el duro varapalo recibido en el Camp Nou, Leo Messi sabía en cuál de los dos equipos no podría aspirar a ganar la próxima Liga de Campeones. Ya no lo tendrá tan claro después del partido de ayer –Neymar Jr. mediante– y esa es la primera buena noticia en un nuevo intento de reconstrucción que debe comenzar por reforzar los cimientos emocionales del club. El segundo, suponiendo que logren convencerlo solo con ilusión, consiste en rodearlo del talento necesario para competir con las máximas garantías.
El Barça siempre ha tenido buenos jugadores, otra cosa es que fuesen –sean– los adecuados. El dinero casi siempre te asegura una plantilla de campanillas pero para derribar las puertas del éxito no basta con tocar el timbre. El enfoque es importante, así como el rumbo. Y son dos conceptos que se deben tener muy claros porque las largas travesías siempre pasan por momentos de gran zozobra en los que resulta fundamental saber hacia dónde vas. Si el fútbol resultara tan sencillo como leer y aplicar un manual de uso, cualquiera podría ser un buen presidente para el Barça, incluidos los dos últimos.
De Joan Laporta se espera que ofrezca su mejor versión porque el club volverá a sentirse fiscalizado de proa a popa, sin puntos ciegos en los que esconder posibles cadáveres. Y esa es, quizá, la mejor noticia de todas: saber que nadie optará por hundir el propio barco a la que, en el futuro horizonte, se nos presenten, otra vez, “los ga, los ga, los ga, los galos”. Todos sospechamos que Laporta, como Messi, se cayó de pequeño en alguna marmita.