Un Barça sin Messi

A falta de los grandes referentes de antaño, todo se fía en el club a la interpretación de sus designios

Messi, en el partido contra el Alavés.Juan Manuel Serrano Arce (Getty Images)

Cuesta imaginar qué será del Barça el día que Leo Messi decida colgar las botas, cómo asumiremos club y aficionados la certeza de que el diez ya no es más que un recuerdo y un dorsal abandonado, a quién alzaremos nuestras plegarias ante la ausencia del único dios dispuesto a ponerse siempre de nuestra parte. Uno trata de anticipar su marcha, de imaginar el día siguiente a la despedida en un intento preventivo por aminorar el golpe, pero lo único que se me viene a la cabeza es un puñado de palabras que no encierran gran esperanza y que nos sitúan al comienzo de un nuevo camino...

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Cuesta imaginar qué será del Barça el día que Leo Messi decida colgar las botas, cómo asumiremos club y aficionados la certeza de que el diez ya no es más que un recuerdo y un dorsal abandonado, a quién alzaremos nuestras plegarias ante la ausencia del único dios dispuesto a ponerse siempre de nuestra parte. Uno trata de anticipar su marcha, de imaginar el día siguiente a la despedida en un intento preventivo por aminorar el golpe, pero lo único que se me viene a la cabeza es un puñado de palabras que no encierran gran esperanza y que nos sitúan al comienzo de un nuevo camino que se prevé tortuoso, empinado y plagado de dolorosas recaídas: “Hola, soy un aficionado del Barça y necesito ayuda”.

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Todo pasa por Messi en este club desangelado y un tanto bipolar, a veces eufórico y a veces angustiado, pero siempre a merced del humor y el talento del futbolista argentino. El pánico que suelen provocar sus reacciones no es exclusivo de los defensas y porteros rivales que lo enfrentan, también afecta a unos técnicos y directivos incapaces de dar un paso en una u otra dirección sin el consentimiento tácito del futbolista, una dictadura peligrosa que en cualquier otro club supondría el principio del fin pero que en el Barça se interpreta como la única garantía posible de éxito y una cierta continuidad. A falta de los grandes referentes de antaño, todo se fía en el club a la interpretación de sus designios, como si en lugar de una estructura deportiva y ejecutiva necesitase el Barça a una especie de Rafiki, aquel mandril viejo y sabio que aparecía en El Rey León.

Tal es su influencia que resulta imposible disociarla de los malos momentos vividos durante su largo reinado, de ahí que uno se encuentre con aficionados dispuestos a tacharlo de traidor a la causa a la mínima oportunidad, incluso de aceptar una simple fotografía en Instagram como un acto probado de sedición. Cierto es que dichas acusaciones suelen cicatrizar en apenas noventa minutos, que es lo que tarda Messi en recordarnos quién luce el escudo del club en su pecho y quién ha elevado al Barça por encima de sus posibilidades históricas reales, pero no deja de generar cierto desasosiego la constatación de que el reconocimiento en Barcelona implica una cierta robotización, un sectarismo profundo, peligroso e impropio en una entidad que presume de ser más que un club ante el resto del mundo. No se me ocurre mayor colmo del delirio genetista culé que lo sucedido la semana pasada, con aficionados y voces autorizadas del entorno culé recordando a Leo Messi quién paga su astronómico salario y las incontables renovaciones de contrato con las que ha sido agasajado, como si no las hubiese merecido. Acto seguido, acostumbrados como estamos a vivir en la contradicción permanente, se insta al argentino a que renueve una vez más para demostrar, de este modo, su verdadero grado de compromiso. Y por eso nos cuesta tanto imaginar un Barça sin Messi, porque incluso con él duele.

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