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La Ruta Norteamericana
Por Fernando Navarro

Justin Townes Earle y la pena

El hijo de Steve Earle murió a los 38 años de sobredosis y su grandiosa música es un reflejo de un tipo que buscaba su lugar y una vida entregada a la causa artística

Justin Townes Earle, en una fotografía de sus redes sociales. Fotografía de @thejoshuablackwilkins.

Siempre que escucho a Justin Townes Earle me invade la tristeza. Es una sensación imparable. Se hace extraño saber que un músico tan joven murió tan pronto. Tenía 38 años cuando se fue de este averiado mundo. Murió en agosto de 2020. Recuerdo que me pilló en los valles pasiegos de Cantabria y tuve que sentarme en el suelo cuando supe de su muerte. Noticias que uno no esp...

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Siempre que escucho a Justin Townes Earle me invade la tristeza. Es una sensación imparable. Se hace extraño saber que un músico tan joven murió tan pronto. Tenía 38 años cuando se fue de este averiado mundo. Murió en agosto de 2020. Recuerdo que me pilló en los valles pasiegos de Cantabria y tuve que sentarme en el suelo cuando supe de su muerte. Noticias que uno no espera y se las toma de la forma más tonta. Sentarse en la arena era mejor que explicar nada.

Sabía de mitos que habían muerto jóvenes, dando fuego a la leyenda de dejar un cadáver bonito. Janis Joplin, Jimi Hendrix, Brian Jones, Jim Morrison, Buddy Holly, Otis Redding… Todos forman parte del acervo popular. También estaba ahí Amy Winehouse, con quien crecimos mal que bien todos los que fuimos adolescentes a finales del siglo XX. Pero Justin Townes Earle era algo más cercano, más íntimo, menos icónico. De hecho, no tenía nada de estrella mediática. Quizá, por eso, era más parecido a algo propio o, al menos, a algo más incomprensible para ese mundo indiferente.

Justin Townes Earle era hijo de Steve Earle, músico esencial del country-rock norteamericano desde los ochenta. Tenía su misma raza: alguien hecho a sí mismo, inadaptado para lo que piden los márgenes. Un reglón torcido, amante de su vocación musical y de los espectros que giran en torno a músicas que alumbraron a Townes Van Zandt, de quien tomaba su apellido, o Hank Williams, otro hombre triste que cantó en sus canciones a penas adheridas al espíritu. Como esos colosos de la música norteamericana, Justin era un tipo intentando encontrar su camino.

No lo encontró. Justin murió de una sobredosis antes de llegar a los 40. Años atrás, tuvo que cancelar giras por entrar en clínicas de desintoxicación, como su padre. Steve Earle, forajido de Nashville, había vivido tan cerca de Townes Van Zandt, al que tanto admiraba y del que tanto aprendió, que contaba en entrevistas que, en sus primeras grabaciones en los ochenta, se gastaba todo el dinero de los conciertos en conseguir heroína o crack en East Nashville, donde estaban los guetos de la droga. Townes Van Zandt le enseñó cómo afrontar con toda el alma una canción, pero también cómo meterse un pico. La vida del cowboy sin patria en su máximo filo.

Justin salió a su padre, pero con peor suerte. La única diferencia entre Steve y Justin es que el hijo tuvo peores cartas. Ambos transitaron la cuerda floja con el riesgo de caerse hasta no poder levantarse, pero fue Justin el que se fue para el otro barrio cuando su progenitor parecía salir del pozo. En este caso, quedó claro: eres lo que transmites, eres lo que inspiras. En una entrevista a The New York Times en exclusiva tras la muerte de su hijo, Steve Earle confesaba que llamó a su hijo un día antes de su muerte y le dijo: “No me obligues a enterrarte”. A lo que Justin respondió: “Tranquilo, papá, no lo haré”. No cumplió. Justin murió solo en su piso de Nashville de una sobredosis. Llevaba mucho tiempo entrando y saliendo de las drogas. Al igual que su padre, también pasó años como adicto, con la heroína desde su adolescencia. Es más: el alcoholismo lo acosó a lo largo de su carrera y le pasó factura en sus últimos años hasta que Justin fue hospitalizado con neumonía durante el verano antes de su muerte, después de haber aspirado vómito en sus pulmones. Un médico le dijo que moriría si no dejaba de beber.

Foto de Twitter de Steve Earle subida el día en que murió su hijo. via Twitter de Steve Earle

No hay forma de describir el dolor que debe ser para un padre enterrar a un hijo. Steve Earle tampoco ha hablado casi nada sobre ello. Simplemente, tras la muerte, grabó un disco con canciones de su hijo. Tampoco era un gran álbum, pero, eso sí, guardaba mucho sentimiento impregnado a las canciones. Quizá era algo precipitado, pero qué demonios podía hacer para honrar la memoria de su hijo. Los músicos hablan con música. Es tan sencillo como aplastante.

Justin habló durante 13 años de carrera con un puñado de discos estupendos. No hay álbum malo. Lo digo en serio. Objetivamente hablando, es una carrera de discos de gran calidad. Desde su primer The Good Life hasta su último, The Saint of Lost Causes, son obras llenas de pundonor y con una sabiduría sobre la americana tan bien entendida que, por momentos, abruma. Qué dominio del folk, el country, el góspel, el rock’n’roll… Qué visión de saber actualizar todas las raíces desde una perspectiva tan viva.

Cuando Justin cantaba, había una nostalgia definitiva revoloteando en sus canciones. Era poderosa y fascinante. Como un gigante conquistando un pueblo. Nada se podía hacer a esa forma de frasear historias de perdedores, a ese estilo de brindar por amores pasajeros. El título de su último disco antes de morir lo dice todo: El santo de las causas pérdidas. Joder, tío, ¿hace falta explicarlo? Justin guardaba tanta luz dentro de su dolor y de su talento que es una auténtica mierda saber que cayó fulminado por prenderse fuego cada día. “No me obligues a enterrarte”, suplicó Steve Earle, yonqui, alcohólico, sobreviviente y mano derecha de Townes Van Zandt, yonqui, alcohólico y ángel caído. Qué fastidio de hilo conductor.

Cuando murió Justin Townes Earle, me enteré por un mensaje en mi móvil y, acto seguido, me senté en el suelo de arena en Cantabria. Observaba desde lo alto de la montaña un paisaje de contrastes de verdes furiosos bajo un sol veraniego desafiante. Recordé la entrevista que le hice a Justin cuando sacó su disco Midnight at the movies. Le llamé a Nueva York y le pillé en el metro. Había tanto ruido que me dijo que, cuando estuviese en la calle, me llamaría de vuelta. Me llamó y fue una charla tremendamente gratificante. Era una de mis primeras entrevistas para EL PAÍS y quería estar a la altura. Justin se mostró como un tipo con el que me hubiese encantado tomar algo en un bar de mala muerte. Alguien que no hubiese podido retener, pero que recordaría.

Me habló de la figura ausente de su padre y de su necesidad de encontrar algún tipo de relación con él. Dijo: “He pasado casi toda mi vida con mi madre más que con mi padre. Y mi madre odia a los músicos. No crecí en un ambiente realmente muy musical, rodeado de guitarras o tocando canciones en el salón. Algunos amigos tenían una guitarra, pero yo no. Era mi padre el que las tenía, pero se las llevó cuando yo tenía dos años. Y, desde entonces, supongo que mi madre no quiso saber nada de canciones en casa”. Unos años después, sacó dos discos seguidos y complementarios: Singles Mothers y Absent Fathers. Madres solteras y padres ausentes. Se respira tanta vida en ellos que, a veces, es fácil emocionarse cuando se sabe que Justin, al final, encontró un lugar con su padre. Steve Earle y él tocaron juntos y compartieron escenario. De hecho, se les puede ver juntos en una serie fabulosa: Treme.

Hace unas semanas, estuve en Nueva Orleans y busqué la esquina donde se ve en Treme a Justin y a su padre tocar juntos. Me acerqué a ese sitio, indiferente para el mundo, como si llegara a la tumba de alguien importante para la humanidad. Nueva Orleans es una ciudad llena de música. No hace falta ser solemne para mostrar gratitud. Es una cuestión de códigos fuera de la pompa. Los homenajes, como las despedidas de la second line, se hacen con la libertad y el ímpetu de sumar en el colectivo. Todo lo que sea rendir tributo a la causa es bienvenido. Hazlo cómo quieras o cómo puedas, pero suma a la causa. Recordé, entonces, el título del último disco de Justin: El santo de las causas pérdidas. Me sentí bien al estar en ese rincón donde Steve y Justin tocan juntos para rendir homenaje a Nueva Orleans.

Llevo días escuchando a Justin Townes Earle y me invade una rara tristeza. Ahora es medianoche de un lunes más. Vengo de la calle y llueve como si nada ya importase. No sabría decir hasta qué punto me gusta el título del disco Midnight at the movies. Medianoche en el cine. No hay nada más evocador. Cuando salió publicado, lo escuchaba por la noche como si pudiera viajar a una película en blanco y negro con sus canciones sugerentes. Esa portada de Justin con la chica sentado en una sala de cine solitaria. La pantalla iluminando los rostros. Las pocas veces que he ido al cine en la medianoche ha sido una pasada. Cuando charlé con él y estaba en Nueva York, se me olvidó preguntarle por su película favorita. Estaba muy nervioso, aunque él me hizo sentir como si fuéramos colegas.

ustin Townes Earle tocando en Tipitina's en octubre de 2015 en Nueva Orleans.Erika Goldring (Getty Images)

Aquel día, en aquella charla, me dijo algo que me gusta recordar cuando escucho hoy sus canciones. En parte, escribía canciones, me contó, con la idea de honrar a la figura de su abuelo, que le contaba historias sobre los héroes anónimos americanos, como John Henry. Gente que intentaba salir adelante como podían, pero siempre con dignidad. Gente que intentaba encontrar su camino. Como él. Como su madre. Y como su padre. Como los dos juntos cuando volvieron a hallar un lugar como padre e hijo. Una relación que parecía acabar como una bonita película hasta que acabó en tragedia: el padre ausente enterrando al hijo buscador.

Podría citar al menos diez canciones de Justin que me parten en dos. Esta medianoche lluviosa de lunes cito esta que citaría siempre: Mornings in Memphis. Creo que es uno de sus muchos retratos de su vida cantado con honestidad. Canta: “Estoy parado solo en la oscuridad / No le prestes atención al cielo lleno de estrellas / Trata de no pensar / Solo escucha mi corazón”. Una canción sobre un hombre solitario hundiéndose en el “agua fangosa” de la medianoche, pero, amigo, que, todavía, pese a todo, le “encantan las mañanas de Memphis”.

Es triste escuchar canciones de alguien que tenía tanto y se quemó tan rápido. Pero esta medianoche eso no me da tanta pena como saber que Justin jamás encontró su lugar y allí donde esté no hay forma de decirle que tenía razón: no hay cielo que nos proteja de este maldito vacío, aunque, todavía, colega, me encantan las mañanas de mi ciudad.

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