Nada nuevo bajo el sol de ‘Oppenheimer’
El previsible triunfo del ‘blockbuster’ de autor de Christopher Nolan cumple el guion de una gala aburrida y de un palmarés que debió premiar a Lily Gladstone
La ceremonia de los Oscar llega precedida de tantas galas durante la así llamada “temporada de premios” que cuesta llevarse una sorpresa cuando llega el momento de la verdad. Tanto, que solo el número musical de l’m Just Ken de Ryan Gosling o la gracia innata de Robert Downey Jr. consiguieron imprimir un poco de épica y nervio...
La ceremonia de los Oscar llega precedida de tantas galas durante la así llamada “temporada de premios” que cuesta llevarse una sorpresa cuando llega el momento de la verdad. Tanto, que solo el número musical de l’m Just Ken de Ryan Gosling o la gracia innata de Robert Downey Jr. consiguieron imprimir un poco de épica y nervio al aburrimiento que tomó por asalto el escenario. El único Oscar que causó asombro fue el más reñido según las encuestas, el de mejor actriz. Acabó en manos de Emma Stone por Pobres criaturas, que arrebató a Lily Gladstone el galardón que hubiese resarcido el injustificable vacío hacia la película de Martin Scorsese Los asesinos de la luna.
El largo historial de ninguneo al cineasta neoyorquino se remonta a Taxi Driver y recorre toda su carrera. No solo eso: el rimbombante histrionismo de Stone en la película de Yorgos Lanthimos tiene un brillo demasiado técnico frente al misterioso estoicismo con el que Gladstone construye un personaje que lo dice todo con lo mínimo. De paso, también se hubiese reconocido la compleja ruta hacia la pantalla de las nativas americanas, un camino inaugurado hace más de un siglo, cuando Minnie Provost interpretó junto a Roscoe Fatty Arbuckle la comedia de Mack Sennett Fatty y Minnie He-Haw (1914).
El gran protagonista de la noche fue Christopher Nolan y el triunfo de su intensa y grandilocuente concepción del cine en un momento de enormes incertidumbres. El reconocimiento al londinense, un firme defensor de la sala de cine y de la textura del celuloide frente al digital, llegó gracias a la oscura epopeya de Oppenheimer, sobre el padre de la bomba atómica, que narra el auge y caída de un físico atormentado por la dimensión monstruosa de su creación, alguien que pasó de Dios a paria bajo las garras del macartismo.
El nuevo rey del blockbuster de autor es un cineasta capaz de despertar sentimientos encontrados pero al que no se le puede negar su capacidad para ser a la vez mainstream y de culto. La solemne y envolvente Oppenheimer no llega a la altura de sus mejores películas (El caballero oscuro, Interstellar) pero tiene el mérito de saber convertir un asunto tan arduo y complejo en un filme que ha logrado una refrescante comunión entre crítica y público.
Oppenheimer, como recordó en la gala el propio Nolan, se cimienta sobre un terreno documental firme: la biografía de casi mil páginas y tres décadas de trabajo Prometeo americano; el triunfo y la tragedia de J. Robert Oppenheimer, de Kai Bird y Martin Sherwin. Ese importante asidero ha permitido a Nolan nadar por aguas seguras a la hora de abordar la vida de un personaje tan profundamente contradictorio y escurridizo. El principal interés del cineasta es trasladar al espectador el dilema moral de un hombre que fue incapaz de digerir las consecuencias de su siniestro invento pero que tampoco supo frenar su propio ego mientras lo creaba. Al director le interesaba menos el horror de la bomba que el juego diabólico de los halcones de Washington que la lanzaron sobre Hiroshima y Nagasaki.
A estas alturas, parece innegable que Nolan sabe extraer oro de sus intérpretes. Apostar por el actor irlandés Cillian Murphy, un viejo cómplice del cineasta, era arriesgado, pero el Oscar a Murphy confirma el éxito de su decisión. La ambigua fragilidad del actor, sus ojos extrañamente desorbitados, se han apoderado de un personaje histórico que de una manera fatal nos habla desde un presente que se hizo especialmente patente gracias al Oscar al documental 20 días en Mariúpol y al discurso contra la “deshumanización” que pronunció otro británico, Jonathan Glazer, al recoger su Oscar a la mejor película internacional por su visión de la rutina de una familia nazi junto al muro de Auschwitz en La zona de interés. “Estamos aquí como hombres que nos negamos a que nuestro judaísmo y el Holocausto sean apropiados por una ocupación que ha llevado al conflicto a tantos inocentes”, dijo Glazer, que leyó un texto que arrancó las lágrimas desconsoladas de la alemana Sandra Hüller, la actriz del año, premien a quien premien. El logro de Justine Triet y Arhur Harari con Anatomía de una caída (mejor guion original) y el de Glazer (sonido y película internacional) demuestran la imparable descentralización de Hollywood y el auge de las voces periféricas.
El llanto de Hüller solo fue comparable al de Paul Giamatti (el inolvidable protagonista de Los que se quedan) ante el discurso de superación personal de su compañera de reparto Da’Vine Joy Randolph por su Oscar a la mejor actriz secundaria. Ocurrió en el arranque de una gala en la que el cine más modesto encontró eco en un aliado imprevisto: el director y guionista de American Fiction, Cord Jefferson, quien, con el Oscar al mejor guion adaptado en la mano, recordó que el relevo generacional de Hollywood nunca cuajará hasta que no vuelvan las películas más pequeñas y baratas.