Entusiastas del cine, fans de las estrellas y siestas en las salas: todo cabe en Venecia

La Mostra ofrece una variopinta galería humana de periodistas, creadores, productores y público que paga

Penélope Cruz firma autógrafos a su llegada al estreno de 'L'immensita', en el 79º festival de Venecia.ETTORE FERRARI (EFE)

Son casi las diez de la noche. Un goteo de espectadores accede a la sala para la última proyección del día. Tal vez descubran una perla. O se arrepientan de no haberse ido a cenar. Pero uno de ellos ya lo tiene más que claro. Así que, nada más entrar, proclama en alto su firme intención. Traducida de su dialecto romano al español sonaría así:

—Menuda siestaca me voy a echar.

Cabría preguntarle por qué, entonces, no se ha retirado a su hotel. Pero debe de ser que así también se expresa la pasión cinéfila. Tanto que a pocas butacas de distancia una señora comparte el mismo p...

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Son casi las diez de la noche. Un goteo de espectadores accede a la sala para la última proyección del día. Tal vez descubran una perla. O se arrepientan de no haberse ido a cenar. Pero uno de ellos ya lo tiene más que claro. Así que, nada más entrar, proclama en alto su firme intención. Traducida de su dialecto romano al español sonaría así:

—Menuda siestaca me voy a echar.

Cabría preguntarle por qué, entonces, no se ha retirado a su hotel. Pero debe de ser que así también se expresa la pasión cinéfila. Tanto que a pocas butacas de distancia una señora comparte el mismo plan. De ahí que avise a su amiga: “Me escucharás roncar”.

Conviene omitir el nombre de la película, no vaya a ser que al director le dé una crisis existencial. Y, además, tampoco importa mucho: la escena no es tan rara en la Mostra de Venecia. En un filme de apenas una hora, un periodista confesaba haberse dormido hasta tres veces. Cosas de un festival. De luz apagada y asientos confortables. Y de una galería humana variopinta, que procede de todos los gustos y los rincones del planeta. Redactores, creadores, productores y espectadores se juntan cada día, durante dos semanas, para decenas de proyecciones. Puede haber colas para un wéstern kazajo o un filme experimental saudí. Y, mientras, se comparten todo tipo de teorías y certezas fílmicas. Basta abrir los oídos para escucharlas.

Las películas de [Aleksandr] Sokurov hay que verlas tres veces.

—No me gusta la etapa iPhone de Almodóvar.

—Solo vi media hora. Bonita, ¿eh?

—No entendí nada, pero me encantó.

Apenas son cuatro ejemplos —de los últimos ocho años de certamen—, pero la conversación nunca se interrumpe. Y, en el fondo, demuestra un entusiasmo inaudito por el séptimo arte, además de contagioso. Porque, mientras algunos cines cierran, otros luchan por sobrevivir y los que abren suelen hacerlo en un centro comercial, el festival de Venecia ofrece una burbuja de resistencia. Sobre todo, en sus dos salas principales, Grande y Darsena: pantalla colosal, más de mil butacas, el asombro y la expectación de ser los primeros del planeta en descubrir un nuevo filme. Por aquí, el cine también es un acto de amor.

Una pareja de recién casados, en 1988, hasta se desvió de su luna de miel para acudir al festival. Del idilio al escándalo: vieron La última tentación de Cristo, de Martin Scorsese, que les impactó a ellos dos, al certamen y luego al mundo. Tres décadas después su pasión seguía intacta, igual que su matrimonio. Como prueba, él había renunciado a la única entrada que tenían para el documental El gran Buster. Solo entró ella. Por lo menos, mientras cruzaba los dedos en la cola para que se liberara un sitio, el marido compartía sus recuerdos.

Hay espectadores que conducen horas o recorren miles de kilómetros en avión para estar en la Mostra. Beatrice Ostuni y su familia cruzaron Italia entera, desde Potenza: carretera, tren, vaporetto y, al fin, el Lido. Eran las dos de la madrugada del jueves 1 de septiembre cuando la joven, de 17 años, se tumbó ante la alfombra roja del certamen. Se echó encima una manta. Y se dispuso a dejar pasar el tiempo. A su alrededor, cuenta, ya había una veintena de seguidores, algunas venidas desde Colonia, en Alemania. Y eso que el objeto de su adoración, el actor Timothée Chalamet, no llegaría hasta la noche siguiente. Al menos, unas horas después, su madre, Maria Luigia, y su hermana Letizia se sumaron a la espera. “Me gusta también como persona, su humanidad”, resumía la chica sobre su ídolo. Su madre sonreía, tal vez recordando el autógrafo que le firmaron en el mismo lugar, 22 años antes, Harrison Ford y Michelle Pfeiffer, que presentaban en el festival Lo que la verdad esconde.

Los actores en vivo solo puedes verlos en este contexto, no es como con los músicos”, agregaba Beatrice Ostuni. Tanto que, en el Lido, los rincones estratégicos de avistamiento siempre andan llenos de gente. Desde el puente delante del hotel Excelsior, con una buena vista, se disfruta un largo rato del divo de turno: desde la aparición de su vaporetto en el horizonte hasta el desembarco en el muelle, antes de dirigirse a la alfombra roja.

Difícil explicar tanto ardor. O por qué alguien pagaría mucho más que una entrada normal por ver una película que, en semanas o meses, llegará a su barrio o su televisor. El glamur o la fascinación del estreno global puede explicar una parte del fenómeno. Pero lo cierto es que la venta de entradas al público del certamen no paraba de crecer en los últimos años. De 171.120 espectadores en 2017 se pasó a 210.003 en 2019. La pandemia supuso una caída en picado al año siguiente, pero en 2021 se volvió a 153.265 billetes. Y en esta 79ª edición, a falta de datos oficiales, la impresión es de una auténtica invasión.

“Después de la crisis sanitaria se ha perdido la costumbre de frecuentar las salas. Hay que recrear el deseo del cine. Los festivales también sirven para reforzar la idea de que ver una película en la gran pantalla, en un establecimiento equipado para eso, es una experiencia incomparable”, asegura Alberto Barbera, director artístico de la Mostra. Es probable que todos los asistentes estarían de acuerdo. Aunque discreparían de Barbera en otro aspecto del certamen: su sistema de reserva online. Las quejas han sido recurrentes, tanto entre los acreditados como el público que paga, sobre todo en los primeros días. Luego, la plataforma mejoró y la protesta se redujo.

Continúa imposible, sin embargo, hacerse con una de las butacas externas de cada fila. Las más ambicionadas, las primeras en ocuparse. Porque la prioridad de todos es ver la película. Pero la segunda es garantizarse un plan de fuga rápido, en caso de ladrillo. Aunque también puede servir de indicador del éxito de un filme: en 2019, los pocos presentes a la proyección del filme checo El pájaro pintado, de Václav Marhoul, se desplegaron precisamente en los asientos más cercanos a las salidas. Pero, 169 minutos después, la mayoría seguía allí. La película, finalmente, estuvo a punto de llegar como finalista a los Oscar.

“Este año se han estrenado superproducciones que han funcionado muy bien. Buena parte de los otros filmes distribuidos era de interés escaso, porque los distribuidores no se fiaban. Todos esperaban el momento más apropiado, pero ha llegado. Entre las películas que esperaban y las nuevas, de Cannes, Locarno y Venecia, saldrán obras muy importantes que pueden restituir al público las ganas de la sala”, agrega Barbera. A condición, eso sí, de no leer las reseñas de Ridateci i soldi [Devolvednos el dinero]. Así bautizaron un rincón del festival donde los asistentes pueden coger papel, bolígrafo y dejar colgadas en una pared sus opiniones más despiadadas.

Un espectador dejó escrita una petición algo extrema: “Detened a Abel Ferrara”. Pero otros, lejos de disociarse, han subido la apuesta. Y añadido al papel los nombres de más cineastas: Iñárritu, Rosi, Pallaoro… Desde luego, una forma muy peculiar de expresar pasión por el cine. Para esto, quizás, mejor que se duerman en tu película.

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