Y sonó la canción de Burt Bacharach
‘Anyone Who Had a Heart’ era su tema como la primavera hace el amor con los cerezos y todas esas cosas que se leen y se sienten cuando se está infectado gloriosamente por el subidón de dos personas encontrándose en el tiempo y en el espacio
Ella se sabía cada microsegundo de la canción como conocía cada milímetro de su cuerpo. Él escuchaba esa sinfonía de cuerdas y siempre se la imaginaba como la contempló, al poco de conocerla, una noche de primavera desde unos pasos atrás: apoyada en la barandilla del balcón, con su copa de vino tinto en mitad de una fiesta y dejando perder sus pensamientos en la calle iluminada. Los dos se querían tanto que ya tenían una canción: Anyone Who Had a Heart. Una catedral, decía él. Un verdadero abrazo, comentaba ella, siempre menos grandilocuente.
Dionne Warwick era la voz de la canci...
Ella se sabía cada microsegundo de la canción como conocía cada milímetro de su cuerpo. Él escuchaba esa sinfonía de cuerdas y siempre se la imaginaba como la contempló, al poco de conocerla, una noche de primavera desde unos pasos atrás: apoyada en la barandilla del balcón, con su copa de vino tinto en mitad de una fiesta y dejando perder sus pensamientos en la calle iluminada. Los dos se querían tanto que ya tenían una canción: Anyone Who Had a Heart. Una catedral, decía él. Un verdadero abrazo, comentaba ella, siempre menos grandilocuente.
Dionne Warwick era la voz de la canción de la bella arquitectura y el cariño compartido. Sin embargo, los dos siempre decían: “Pon la canción de Burt Bacharach”. En el fondo, no estaban equivocados. Bacharach era el creador sonoro de Anyone Who Had a Heart. De su cabeza habían salido esos tres minutos y cuatro segundos de pasajes de cuerdas, elegantes despliegues de notas al piano, concisos encajes rítmicos, preciosos coros y el calor arrebatador de las trompetas erizando el vello hasta el apogeo final. Ambos pensaban que ni en la orilla del mar, a la luz de la luna, había un romanticismo tan milimetrado.
Bacharach era un compositor sublime que trabajaba codo con codo con Hal David. Bacharach ponía la música y David la letra. Según le había contado él a ella una mañana en una cafetería de Ópera, Bacharach y David eran una de las parejas de compositores del Brill Building, la “fábrica de sueños del pop”, tal y como lo calificó. Carole King y Gerald Goffin, Carole King y Gerald Goffin, Jeff Barry y Ellie Greenwich, Doc Pomus y Mort Shuman… Todos eran talentos fuera de serie compartiendo habitaciones de composición en el 1619 de Broadway, un majestuoso edificio al norte de Times Square. Él lo sabía porque, como buen estudiante de Periodismo que no va a ningún lado, había gastado todo un curso universitario leyendo mucho sobre aquella época musical de los sesenta norteamericanos y, durante un viaje a Nueva York con unos amigos, llegó hacerse una foto en la entrada de puertas doradas del célebre edificio.
Ella sabía quién era Bacharach porque amaba el cine. Como buena estudiante de Comunicación Audiovisual, pasó más horas en la videoteca que en las aulas y, entre cafés y algún porro, se quedó prendada ya en el primer año de carrera de la banda sonora de Dos hombres y un destino. De esa canción compuesta por Burt Bacharach. ¿Había algo más bonito que Raindrops Keep Falling on My Head? Bueno, sí lo había, decía ella: ver a Paul Newman y Robert Redford compartiendo una pantalla que estallaba de gusto. Todo era tan perfecto que se hizo la mayor fan de Burt Bacharach en la facultad. No había mucha competencia en una época en la que todos querían ser de Los Planetas o cualquier grupo de la moda indie.
Muchos años después, cuando él y ella se conocieron y acabaron en la habitación de ella, Bacharach sonó cuando ella puso una lista de reproducción desde su móvil. Era noche cerrada y venían de los bares de Lavapiés cuando decidieron dar esquinazo a su grupo de amigos y dirigirse como amantes por el parque hasta la casa de ella. Con las yemas de los dedos ardiendo, Anyone Who Had a Heart inundó la estancia y la voz de Dionne Warwick fue como un traje de seda para los dos. Los envolvió como si aquella primera vez en la cama juntos hubiese sucedido en uno de los últimos pisos de un rascacielos de Manhattan y no en el primero derecha de una calle estrecha y poco iluminada de Lavapiés. Cuando compartieron el cigarrillo de después, desnudos y con la canción otra vez seleccionada por ella, él dijo aquello de que era una catedral y le contó algunas cosas de Bacharach que ella ya sabía. Ella se preguntó que por qué los hombres siempre necesitaban mostrar sus conocimientos. Se pasaban el día compitiendo en un concurso imaginario donde solo ellos no se aburrían. Pero no le dijo nada y le besó otra vez cuando acabó de hablar.
Anyone Who Had a Heart era su canción como la primavera hace el amor con los cerezos y todas esas cosas que se leen y se sienten cuando se está infectado gloriosamente por el subidón de dos personas encontrándose en el tiempo y en el espacio, como destinadas. Cuatro años después, Anyone Who Had a Heart seguía siendo su canción, aunque la vida había dejado de tener tantos subidones y, de un tiempo a esa parte, no paraba de tener bajones. Algunos eran bajones sin importancia, pero otros abrían abismos. Los dos estaban como locos por saber qué fallaba. Porque fallaban más cosas de las que nunca hubiesen imaginado.
Un día, ella lloró desconsoladamente. Otro día, él se enfadó tanto que se quedó mudo. Otro más, ella estaba tan molesta que perdió los nervios. Y uno más, él estaba tan aburrido de todo que se metió en la cama mucho antes de la hora prevista. Ambos estaban preocupados y no se lo decían el uno al otro por no abrir puertas a territorios que les asustaba. Los dos se seguían pensando en la distancia, pero quedaban lejos los chutes de amor romántico inicial, tan propios de las películas baratas que todos nos tragamos desde adolescentes.
Burt Bacharach murió y, a la mañana siguiente, en el desayuno, ambos ni lo comentaron porque se enredaron en una discusión estúpida con los cafés aún calientes. Ni se dieron el beso de todos los días antes de que uno se marchase por la puerta. Fue ella quien se fue esa mañana mientras él se quedaba malhumorado, maldiciendo ya el día. Como otras mañanas, se puso a fregar los restos de la cena de la noche anterior: platos, cubiertos, vasos y una sartén. Sonaba un podcast informativo en el altavoz inteligente de la cocina mientras las manos frotaban entre la espuma.
Él estaba con el ceño fruncido cuando, de repente, algo mágico pasó: el podcast de soplapolleces se detuvo y del altavoz empezó a sonar Anyone Who Had a Heart. Esos primeros acordes como lunas en el cielo y la dulce voz de Dionne Warwick cantando esos versos iniciales que él se sabía de memoria: “Cualquiera que haya amado podría mirarme y saber que te amo / Cualquiera que alguna vez soñó podría mirarme / Y saber que sueño contigo”. Él sonrió y le subió un fervor incontrolable de cariño hacia ella mientras seguía fregando los platos y pensaba en consultarla por el móvil si comprar una buena lubina, acompañada de una buena botella de vino, para cenar juntos esa noche en casa.
Había sido ella quien desde su móvil, enlazado desde el primer día al altavoz que se auto regalaron en Navidades, había puesto aposta la canción al poco de salir por el portal, justo antes de llegar a la parada del autobús. La tecnología permite ya estas cosas para los que todavía se buscan incluso en los malos momentos y saben que el amor cotidiano es algo que puede vencer a los roces, las distancias, los abismos.
Y sonó la canción de Burt Bacharach, pensaron ambos. Una catedral. Un verdadero abrazo.