‘Resident Evil Village’, una pesadilla con traca final

La octava entrega de la saga de Capcom cambia zombies por licántropos y traslada la acción al ambiente rural del centro de Europa

En un momento temprano de Resident Evil Village [Resident Evil 8] al protagonista, un Ethan Winters que repite maldición tras los sucesos de Resident Evil 7: Biohazard (2017) y que por azares del destino ha cambiado Louisiana por Rumanía para encontrarse un infierno similar de infectados y horror, le cortan una mano.

La escena es similar a la que ya se vivía al comienzo de Resident Evil 7, cuando Mia, la desaparecida esposa del protagonista, reaparecía en la (inolvidable) mansión de los Baker y nos atacaba con una motosierra. Mia, poseída un ...

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En un momento temprano de Resident Evil Village [Resident Evil 8] al protagonista, un Ethan Winters que repite maldición tras los sucesos de Resident Evil 7: Biohazard (2017) y que por azares del destino ha cambiado Louisiana por Rumanía para encontrarse un infierno similar de infectados y horror, le cortan una mano.

La escena es similar a la que ya se vivía al comienzo de Resident Evil 7, cuando Mia, la desaparecida esposa del protagonista, reaparecía en la (inolvidable) mansión de los Baker y nos atacaba con una motosierra. Mia, poseída un por espíritu, se lanzaba contra Ethan (contra nosotros, recordemos que era la primera entrega de la saga en primera persona) y veíamos cómo nuestra mano se desprendía de nuestro cuerpo. En Resident Evil 7 Ethan se desmallaba y, al despertar en medio de un asqueroso banquete de los Baker, tenía la mano cosida, grotescamente grapada al brazo. Tardaba en usarla con propiedad. En Resident Evil 8, sin embargo, Ethan se echa sobre el muñón uno de los objetos curativos, une las dos partes de su cuerpo y ya puede usar su mano de nuevo. Ya está listo para combatir. De hecho, hasta se le cose la chaquetilla beige que lleva puesta.

Esto anterior es una anécdota en forma de espejo que, sin embargo, revela la diferencia fundamental entre las dos entregas en primera persona de la saga de zombis (y demás maldades) de la japonesa Capcom: lo que en el Biohazard era intimidad, tensión, sigilo (al menos en su brillantísima primera mitad), en Village se transforma en grandilocuencia, barroquismo, exceso visual y adrenalina. Y esto no es algo malo, es solo la certificación de que el Resident Evil 8 no es una secuela espiritual del 7. Es algo más. Es algo mayor.

Carente de cualquier tipo de complejos, lleno de acción y apoyado en la excelente recepción de público y crítica de su predecesor, Resident Evil Village es un juego que, estéticamente, toma prestado su propia herencia de Resident Evil 4 (aquella otoñal aldea de la España profunda), absorbe iconografías más recientes como pueda ser la del Bloodborne (los enemigos son directamente un calco) y tiene su piedra de toque estética más reconocible en la Van Helsing (2004) de Stephen Sommers, en la que ya convivían torreones, licántropos, pueblos nevados, criaturas aladas, fábricas dignas de Frankenstein que hibridaban carne y metal y en la que, para más inri, todo giraba en torno al misterio de la maternidad de una criatura sobrenatural.

Sin embargo, donde aquella película presentaba un héroe al uso, aquí, como en Biohazard, nos encontramos a un héroe sobrevenido, un Ethan Winters patéticamente humano, apenas actor de lo que sucede y sin embargo carismático por esa alquimia que empapa a los videojuegos cuando nos dejan mirar con los ojos del protagonista. Gráficamente, con Village se nota que estamos al comienzo de la nueva generación. No diremos que es un juego de la pasada generación reescalado, pero ni remotamente exprime las posibilidades técnicas de las nuevas máquinas. Jugablemente es otro cantar. Si la dificultad (baja) y los puzles (irrisorios) engrosan el debe del juego, el diseño de niveles, la estructura narrativa y la progresión aventurera conforman un logro mayor. Todos los jugadores, por las demos y los trailers, entramos al juego sabiendo que hay un village (zona recurrente y alma del juego), un castillo y una señora muy alta. Bien. El caso es que hay más. Mucho más. La gratificación es grande cuando el jugador comprende la dimensión real del juego y lo variado de las zonas que nos propone.

Porque, a la manera de un Zelda, el mayor as bajo la manga que guarda el juego es su propio mapa: alrededor de la aldea nuclear se ramifican zonas que explotan las mecánicas del juego de forma excelente. La acción más desenfrenada, el sigilo en busca de piezas que nos permitan avanzar, el huir de criaturas que vienen a por nosotros, incluso las plataformas, todas esas piezas que de algún modo habían conformado las entregas anteriores de la saga son aquí explotadas en zonas concretas. Algunas de ellas (el castillo, la casa encantada) merecerían más tiempo jugable, pero todas dan lo que prometen y todas consiguen, en general, engarzar una enorme sensación de satisfacción jugable.

Y es que en suma el último Resident Evil es un juego muy bueno, muy sólido, muy variado, mucho más ambicioso que su predecesor y (quizá por ello) mucho menos redondo. No es un pecado capital. También la Luna, que convierte a los hombres en lobos, es mucho más redonda que la tierra. Pero, ¿y lo bien que lo pasamos aquí abajo?

Versión analizada: Xbox Series X

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