Columna

Telebrexit

La sociedad británica de hoy se mira constantemente en un espejo antañón y enmohecido y suspira por la gloria perdida

Al tiempo que el gobierno británico se convertía en un pub irlandés en San Patricio, con puñetazos que van y vienen, se viralizó la llamada de un oyente a una radio de Londres llorando arrepentido por haber votado a favor del Brexit. El locutor le consolaba y le decía que la culpa era de los políticos y de los millonarios que azuzaron tal irresponsabilidad desde sus tribunas. Me extraña que no mencionase también la tele. ¿Cómo pudo olvidar todos estos años de machaque nostálgico? No hablo de telebasura populista ni de propaganda, sino de la que seguramente es la mejor televisión del mundo. Hab...

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Al tiempo que el gobierno británico se convertía en un pub irlandés en San Patricio, con puñetazos que van y vienen, se viralizó la llamada de un oyente a una radio de Londres llorando arrepentido por haber votado a favor del Brexit. El locutor le consolaba y le decía que la culpa era de los políticos y de los millonarios que azuzaron tal irresponsabilidad desde sus tribunas. Me extraña que no mencionase también la tele. ¿Cómo pudo olvidar todos estos años de machaque nostálgico? No hablo de telebasura populista ni de propaganda, sino de la que seguramente es la mejor televisión del mundo. Hablo de series sobre reinas, monarquías y Winston Churchills, de documentales como Empire o de los mil programas que rebuscan en las esencias de Britannia, desde viajes por senderos de la costa a cocineros que rescatan tradiciones culinarias de Yorkshire o realities de urbanitas londinenses que se van a vivir a una granja. La sociedad británica de hoy, que se parece a la victoriana lo mismo que las paellas con chorizo de Jamie Olivier a la paella valenciana, se mira constantemente en ese espejo antañón y enmohecido y suspira por la gloria perdida.

No quiere esto decir que la tele haya idiotizado a toda una sociedad, pero ha halagado la vanidad de la parte más perezosa y menos crítica de ella. Unos meses antes del Brexit viajé por Gales y dormí en una casa rural muy coqueta. El salón estaba presidido por el retrato de un general del siglo XIX muy condecorado, y le pregunté a la dueña si era un antepasado suyo. “Qué va”, me contestó, “lo compré en un anticuario y luego descubrí que fue un hombre malísimo responsable de una matanza en la India, le llamaban El Carnicero. Pensé en quitarlo, me horrorizó, pero la verdad es que queda muy bien, le da un aire muy distinguido al salón”. Es decir: entre la verdad y la estética, escogió la estética. Eso es, a fin de cuentas, el nacionalismo.

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