Vallejo regresa a Colombia

El rey del sarcasmo nos ofrece un espléndido relato cargado de ira, humor y patetismo

La novela comienza con un estallido inolvidable de imágenes y vocabulario. Es una fiesta que, de un tirón, sin pausa alguna, invade también las 170 páginas que quedan y que cumple a rajatabla la promesa de su autor: “Todo lo veo, con una nitidez que ustedes no me van a creer”. Enseguida sabremos que escuchamos a un viejo cascarrabias que cuenta su infancia a un oyente para evocar lo que pasó hace 60 años en la ya desaparecida finca Santa Anita, no muy lejos de Medellín: un montón de nietos acuden a...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

La novela comienza con un estallido inolvidable de imágenes y vocabulario. Es una fiesta que, de un tirón, sin pausa alguna, invade también las 170 páginas que quedan y que cumple a rajatabla la promesa de su autor: “Todo lo veo, con una nitidez que ustedes no me van a creer”. Enseguida sabremos que escuchamos a un viejo cascarrabias que cuenta su infancia a un oyente para evocar lo que pasó hace 60 años en la ya desaparecida finca Santa Anita, no muy lejos de Medellín: un montón de nietos acuden a pasar una temporada a casa de sus abuelos. Luego vamos sabiendo que los dos personajes viajan en un avión, que el oyente es un psiquiatra mexicano y que el anciano locuaz es un colombiano que regresa a su país, aunque se equivocó de vuelo y va a llegar a Río de Janeiro. Tampoco tardaremos mucho en saber que el colombiano es Fernando Vallejo, que ya contó recuerdos de su infancia en la novela Los días azules (1985), primera de la pentalogía autobiográfica que concluyó en Entre fantasmas (1993). Pero cuando comprobamos eso, el vibrante azul del relato ya se ha ensombrecido. Le hemos oído contar memorables bromas de los nietos (el robo de la caja de dientes del abuelo, la fabricación de pedos químicos, la sospecha de que en la casa habitan brujas) y hemos conocido a unos mayores poco ejemplares pero divertidos: el maniático abuelo Leónidas; la abuela Raquel, que reemplaza a todos los seres que la rodean, pero siempre los llama igual; la madre, Lía, que confunde el nombre de sus 20 hijos. Cierta jocosa felicidad reinaba en el lugar donde el tío Ovidio (que, en realidad, era el hermano mayor) contaba sus fantásticas historias y donde se comía seis veces al día: “—Desayuno, mediamañana, almuerzo, algo, comida y merienda. —¿Qué comían en el algo? [inquiere el mexicano]. —Chocolate con pandeyuca, mojicones, tostadas, panes de dulce. —Entonces no era un algo, era un mucho. —Sí, era más bien bastantico”.

Lo que viene después empieza a cobrar tintes siniestros: la casa está plagada de pulgas, las bromas son progresivamente más brutales, y los mayores, cada vez más egoístas y antipáticos. Y el hombre que perora es —cada vez más también— la voz de Fernando Vallejo y de sus eternas querellas. Al comienzo dijo que “la vida es un raudo vuelo que va a ninguna parte”; ahora recuerda que su cuarto mandamiento es “Educa a tus hijos para la infelicidad y para la muerte”, lo que, en rigor, podría haberse refundido en el segundo, “No te reproduzcas”. Nada vale la pena en un mundo que es un “uroboro que gira y gira hasta que se agarra la cola con el hocico. Agarrada la cola la suelta y vuelve a empezar”. Cuando estudiaba cine en Roma, soñaba “con meter Colombia entera en una película” y ahora la ve “como una chusma carnívora y paridora, cristiana y futbolera”, porque “la patria, no hay tal […]. La quiero yo, que quiero que se acabe para que no sufra”. Vallejo dispara a todo lo que se mueve: a la memoria de Octavio Paz y a García Márquez, a la Real Academia Española y a los Congresos Internacionales de la Lengua (que alguna vez deberán dedicar una sesión a este maestro del sarcasmo y dueño de un vocabulario casi infinito). Vallejo, que es buen pianista, considera que una orquesta sinfónica es “una sinvergüencería sindicalizada”; el ballet, “un atropello a la mujer”, y la equitación, una tortura para los caballos. Y al hablar de Vladímir Putin —sueño, nos dice, de todos los homosexuales de Rusia— proclama que “ese Putico alzado va a ser nuestro verdadero redentor” porque desatará la tercera guerra mundial y no quedará nadie para contarlo.

Será una pena que no nos lo cuente Fernando Vallejo, que regresa al mundo de la novela (que prometió abandonar) y a Colombia (como su alter ego). Hay autores que no tienen más remedio que parecerse a sí mismos, cada vez más empalidecidos; no es este, por fortuna, el caso de Fernando Vallejo, que nos ofrece otra vez la contundente mezcla de la ira, el patetismo empecinado y el corrosivo humor en este espléndido relato.

¡Llegaron! Fernando Vallejo. Alfaguara. Madrid, 2015. 176 páginas. 18,90 euros

Archivado En