Un periodismo excepcional

Textos largos, bien escritos y verificados. Ese es el estilo de The New Yorker y de su director, David Remnick, que publica una antología de perfiles de políticos e intelectuales

Tony Blair, a la izquierda, y George W. Bush, en una rueda de prensa en 2004.AP

En su película sobre Hannah Arendt, Margarethe von Trotta desarrolla el proceso de investigación, documentación y escritura que protagoniza la intelectual judía en el año 1961 para el semanario norteamericano The New Yorker sobre el juicio en Israel del nazi Adolf Eichmann. Allí acuña el concepto de “banalidad del mal”. Fue uno de los hitos de esta publicación que ahora tiene 90 años de vida y sigue siendo la envidia de los periodistas del mundo por su enorme calidad, que conserva en los tiempos de Intern...

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En su película sobre Hannah Arendt, Margarethe von Trotta desarrolla el proceso de investigación, documentación y escritura que protagoniza la intelectual judía en el año 1961 para el semanario norteamericano The New Yorker sobre el juicio en Israel del nazi Adolf Eichmann. Allí acuña el concepto de “banalidad del mal”. Fue uno de los hitos de esta publicación que ahora tiene 90 años de vida y sigue siendo la envidia de los periodistas del mundo por su enorme calidad, que conserva en los tiempos de Internet. Recién acabada la Segunda Guerra Mundial, otro de sus profesionales, John Hersey, publicó allí el reportaje Hiroshima, con las experiencias de seis supervivientes de la bomba atómica. Es otra de las cimas del periodismo de cualquier tiempo y país (Hiroshima va a ser reeditado por la editorial Debate en las próximas fechas).

The New Yorker es el recipiente del periodismo más excepcional. Aquel que se basa en la calidad inigualable de su escritura, en la profundidad de sus investigaciones, en la amplitud de espacio para sus profesionales, en el rigor de sus datos y entrecomillados (su división de fact checkers es mítica). Como demuestra la película de Von Trotta, Arendt tuvo medios para trabajar en directo (Jerusalén), tiempo para investigar y escribir (Nueva York) y numerosas páginas para decir lo que quería, que fue muy polémico. Tuvo pocos límites a su práctica periodística. Naturalmente, invertir en la escritura, en la edición, en la calidad de los verificadores, en investigación, cuesta mucho dinero. Esa es una diferencia entre The New Yorker (más de un millón de ejemplares cada número) y muchos de sus bienintencionados epígonos de todo el mundo.

Reportero debería ser libro de texto obligatorio en las Facultades de Periodismo

David Remnick, americano de 58 años, es su director desde el año 1998 y tiene su despacho en un rascacielos en pleno Time Square. Se formó en las filas de otra publicación mítica, The Washington Post, que le envió a la URSS en el año 1988. Remnick se sintió como John Reed o Dos Passos: “Es como si te mandaran a San Petersburgo en 1916 o a España en la Guerra Civil”. Fruto de ese trabajo nació La tumba de Lenin. Los últimos días del imperio soviético, que recibió el Premio Pulitzer en 1994. Es un libro extraordinario, quizá el cenit de su carrera, que completan otros tres textos al menos: las biografías de Cassius Clay (Rey del mundo) y de Obama (El puente) y el que ahora se publica, Reportero, que contiene 12 perfiles de políticos, editores, intelectuales y cantantes (Havel, Blair, Katharine Graham, Gore, Roth, DeLillo, Bruce Springsteen, Solzhenitsin, Putin, Netanyahu, Amos Oz y Arafat). Todos están en la misma editorial.

Reportero debería ser libro de texto obligatorio en las Facultades de Periodismo. Cada uno de los perfiles es una suma óptima de sentido observatorio, documentación, trabajo en los márgenes y en el centro del personaje, investigación, psicología para sacarlo de sus casillas y desenmascarar su verdadero pensamiento, etcétera. Ante tal género periodístico, concebido como lo hace este —digámoslo ya— maestro de periodistas, el de la entrevista parece menor, un mero ejercicio de estilo o de relaciones públicas. No sé si es cierto, como dice la portada del libro, que se trata de “los mejores artícu­los del director de The New Yorker”, pero es difícil imaginar una selección de más calidad, con personajes tan heterogéneos. Si hubiera que escoger de entre los 12 alguno de ellos, el mío sería el perfil de ese Blair que pasa de ser la promesa de un renacer progresista profundo en el campo del laborismo a un apestado tanto para los conservadores como para la izquierda, por su apoyo acrítico a la guerra de Irak, basado en las mentiras de las armas de destrucción masiva. El director de la publicación cita a un testigo que afirma: “Blair es como un pudin muy dulce. El primer bocado está bien, pero luego resulta nauseabundo”. El servilismo ante Bush apagó todo lo que de bueno hizo bajo sus mandatos (la tasa de inflación más baja desde los años cincuenta, un marcado descenso del desempleo, un crecimiento económico constante cada año que ocupó el cargo de primer ministro, un logro histórico en el conflicto de Irlanda del Norte que propició un cese prácticamente total de la violencia en todos los bandos, la creación de un Parlamento en Escocia, etcétera). Blair se lo jugó todo, y perdió, en sus decisiones de apoyo a Bush.

¿Cómo juzgará la historia a Blair?, se cuestiona Remnick. Y lo mismo se podría preguntar de todos y cada uno de los demás personajes de este libro de periodismo excepcional para los tiempos que corren.

Reportero. David Remnick. Traducción de Efrén del Valle. y Juan Manuel Ibeas. Debate. Barcelona, 2015. 367 páginas. 24,90 euros.

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