Paul Thomas Anderson, ese señor en posesión de un mundo tan extraño como turbador, reconstruyó en la película Boogie nights los esplendores y las miserias del cine porno en California durante los años setenta y ochenta. Burt Reynolds interpretaba a un legendario director obsesionado con lograr en el cine que lleva su firma que los espectadores no abandonaran la sala o apagaran el vídeo a los quince minutos de haber comenzado la película, tiempo previsible, rutinario y cronometrado para que los onanistas mirones alcanzaran el orgasmo y se ausentaran razonablemente de algo que solo va a...

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Paul Thomas Anderson, ese señor en posesión de un mundo tan extraño como turbador, reconstruyó en la película Boogie nights los esplendores y las miserias del cine porno en California durante los años setenta y ochenta. Burt Reynolds interpretaba a un legendario director obsesionado con lograr en el cine que lleva su firma que los espectadores no abandonaran la sala o apagaran el vídeo a los quince minutos de haber comenzado la película, tiempo previsible, rutinario y cronometrado para que los onanistas mirones alcanzaran el orgasmo y se ausentaran razonablemente de algo que solo va a ofrecer más de lo mismo. Ese personaje aspiraba a contar historias, mantener el interés y el morbo del público mediante una sensualidad y un magnetismo de calidad, plasmar algo con pretensiones de narrativa e incluso de arte en un genero de usar y tirar.

Por mi parte, disponiendo de unos gustos cinéfilos en los que la pornografía no ocupa un lugar prominente, recuerdo haber disfrutado con ella hace demasiado tiempo, iniciado por amigos que acumulaban conocimientos enciclopédicos sobre el tema y gustos selectos (incluidos algunos prestigiosos directores de cine, que mantenían la secreta ilusión de poder realizar algún día un porno imaginativo, pero que debido al pudor o a las circunstancias se han hecho viejos sin haber cristalizado su antiguo deseo), descubriendo actrices memorables y directores con estilo identificable y sofisticado.

Aunque tardé en apuntarme a la televisión de pago, mi limitada imaginación no se integró entre los infinitos y codificados espectadores que con actitud entre surrealista y tragicómica, entre rayas y niebla, contemplaban el porno de los viernes en Canal Plus. Cuando me aboné, recuerdo que merecía la pena echar de vez en cuando un vistazo a las fiestas ajenas de la carne.

El sórdido y brutal productor de porno que interpretaba Gandolfini en la tenebrosa Asesinato en 8 mm se quejaba de que el negocio no podía funcionar con actrices desdentadas. Es lo que siento cada vez que me asomo a los horrores actuales. Es demasiado cutre, feo y aburrido, da grima. Aunque sepa que la vejez debilita, anestesia o destruye la líbido, tengo claro que cualquier tiempo pasado también fue mejor para el cine porno.

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