La última crónica de Mauricio Vicent
Quien quiera conocer la vida habanera y cubana tendrá que acudir a los testimonios escritos, radiados, filmados o recordados del periodista, fallecido a los 59 años
Quien quiera conocer la vida habanera y cubana —la cultural y la cotidiana, más allá de la política— tendrá que acudir a los testimonios de Mauricio Vicent, escritos, radiados, filmados y, sobre todo, recordados en conversaciones interminables ante un vaso de ron. Toda una información vertida generosamente ante cualquiera que quisiera escucharle. Esa palpitación vital era más extensa que la que se podía leer en sus crónicas, pero ya nos encargábamos todo...
Quien quiera conocer la vida habanera y cubana —la cultural y la cotidiana, más allá de la política— tendrá que acudir a los testimonios de Mauricio Vicent, escritos, radiados, filmados y, sobre todo, recordados en conversaciones interminables ante un vaso de ron. Toda una información vertida generosamente ante cualquiera que quisiera escucharle. Esa palpitación vital era más extensa que la que se podía leer en sus crónicas, pero ya nos encargábamos todos de aprovecharla al máximo: sus compañeros de la prensa, corresponsales, visitantes, amigos. A todos les regalaba sus conocimientos sobre la opaca oficialidad cubana, o sobre el mejor sitio para conseguir medicinas o la dirección de una paladar recién abierta. ¡Qué tremenda seriedad en medio de la gozadera, como llaman los cubanos a la fiesta! ¡Qué descripción del drama cubano contado ante un ron de madrugada!
Pasear con Mauricio (fallecido este domingo a los 59 años) por la Habana Vieja, o por el Vedado, incluso por barrios extremos en donde se habían establecido los llega y pon —habitantes de chabolas— era exponerse a ser continuamente interrumpidos por gente que le saludaba, le pedía un favor o una recomendación. A todos les atendía y les gastaba alguna broma como despedida. Los días habaneros con Mauricio se prologaban con un daiquirí en el bar Floridita servido por Constante, su barman amigo, y terminaban en algún sitio con descarga musical, generalmente en algún barrio popular y recóndito, al que era difícil llegar si no se tenía por guía a Mauricio, dado que la difusión de la actuación era por la vía del boca oído, y el transporte público prácticamente nulo.
Así conocí al grupo de jazz del barrio de Santa Amalia, uno de los preferidos por Mauricio, y que ofrece una buena muestra de las contradicciones de la vida bajo la dictadura cubana. Sus componentes fueron perseguidos por practicar el jazz, considerado como una penetración imperialista y rigurosamente excluidos —que es el eufemismo castrista por prohibido—, pero ellos siguieron tocando en la clandestinidad. Lo curioso es que sus componentes son verdaderos comecandelas, y acuden a la plaza de la Revolución a dar los gritos de rigor. O por lo menos lo hacían hasta hace poco. Han muerto o han emigrado.
La relativa tolerancia del régimen con Mauricio se fue acabando con ocasión de la huelga de hambre de Orlando Zapata y las manifestaciones de las Damas de Blanco. Sus crónicas en EL PAÍS se hicieron más explícitas. “La muerte valiente de Zapata” o “La libertad intenta abrirse paso en Cuba” eran algunos de los titulares. El final llegó con la crónica “Raúl Castro se atrinchera contra el mundo”. La liquidación de Mauricio Vicent como corresponsal estaba ya decidida. La siniestra oficina de prensa, de la que depende el control de publicar no ya en Cuba, que es imposible, sino fuera de la isla, se abatió sobre el corresponsal. Pero nunca pudo con su amor a Cuba. El testigo sentimental de la isla que siempre fue Mauricio Vicent consiguió ser admitido de nuevo, aunque siempre bajo vigilancia. Sobre él —con las consecuencias familiares correspondientes— pendía la espada de Damocles de tener que renovar sus permisos de estancia cada cierto tiempo. Una de sus últimas crónicas describe cómo los cubanos tienen que fumar hoy tabaco importado de Vietnam, a precios disparatados y en la cuna de la hoja más perfumada y olorosa del mundo. Y de cómo algunos propietarios de vehículos cambian sus matrículas para hacerlos pasar por coches diplomáticos y obtener así la gasolina necesaria. Ese día a día descrito por Mauricio es historia viva. Les enseñó un aspecto de Cuba a los cubanos que ni ellos mismos conocían.
En mitad de una reunión de amigos, Mauricio nos abandonaba para acudir escrupulosamente a escribir la crónica pedida por el periódico, o para el programa radiofónico en directo. No fallaba nunca. Recuerdo más a Mauricio levantándose de la mesa del restaurante La Guarida para ir a trabajar que gozando de la sobremesa. Hoy también hubiera hecho lo mismo mientras despachábamos un mojito. Se iría pronto para escribir algo así para el periódico: “Ayer murió en Madrid Mauricio Vicent, que fue corresponsal de este periódico en La Habana. Aparte de periodista, fue documentalista y experto en música cubana, entre otras actividades. Sus numerosos amigos han lamentado mucho la dolorosa noticia…”. Y así hasta terminar el artículo y poder volver a La Guarida, en donde le estaríamos esperando.