Cuando la emergencia climática es algo cotidiano: “La angustia se palpa en la búsqueda de maderas y metales para proteger las casas”

Este verano ha mostrado que a medida que avanza el calentamiento los fenómenos extremos son más intensos y frecuentes. Un reportero residente en Miami y curtido en la cobertura de estos eventos describe cómo es convivir con la amenaza

Dos mujeres que han perdido sus negocios se abrazan tras el paso del huracán Ian por la isla de Fort Myers Beach, en Florida, el 30 de septiembre de 2022.Amy Beth Bennett (AP)

La primera vez que cubrí un huracán se me quedó grabada una escena. Conducíamos por las calles ya vacías de una zona de evacuación obligatoria y pasamos por delante de una humilde casa de techos metálicos. Habían tapiado ventanas y puertas, y en la madera habían escrito con pintura negra: “4 adultos, 2 niños”. Al otro lado de la pared, una familia se había abandonado a su suerte y, conscientes de ello, habían dejado un mensaje a los servicios de emergencia por si ocurría lo peor.

Me invadió una inmensa curiosidad. ¿Por...

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La primera vez que cubrí un huracán se me quedó grabada una escena. Conducíamos por las calles ya vacías de una zona de evacuación obligatoria y pasamos por delante de una humilde casa de techos metálicos. Habían tapiado ventanas y puertas, y en la madera habían escrito con pintura negra: “4 adultos, 2 niños”. Al otro lado de la pared, una familia se había abandonado a su suerte y, conscientes de ello, habían dejado un mensaje a los servicios de emergencia por si ocurría lo peor.

Me invadió una inmensa curiosidad. ¿Por qué se habían encerrado allí dentro, con niños, si llevábamos días informando de mensajes catastróficos del gobernador de Florida, de alertas de los servicios de emergencia y de la huida de decenas de miles de vecinos?

Desde 2016 hasta ahora, he cubierto como periodista varios huracanes en Florida y Texas, y en todos se repite una clave para evaluar sus consecuencias: los mensajes de las autoridades y la planificación de los residentes.

Además vivo en Miami Beach, considerado uno de los epicentros de las consecuencias más palpables de un clima cada vez más caliente y una naturaleza cada vez más extrema. Aquí afrontamos alertas de huracán cada año, pero también el océano le está ganando espacio a la isla y las mareas inundan nuestras calles con más frecuencia. Ya más de una docena de empresas aseguradoras han abandonado Florida por lo caro y riesgoso que les parece este mercado.

Con el inicio de la temporada de huracanes en mayo, el ayuntamiento envía a los residentes una revista para que estemos preparados. Toca almacenar agua embotellada, baterías portátiles, radio a pilas y bolsas aislantes para los documentos importantes. En esos días consumo de forma adictiva el pronóstico que diseña la autoridad meteorológica sobre la severidad de la temporada que empieza y acumulo conservas y productos no perecederos ―cada año más gourmet―.

Cada Estado y cada condado tienen sus propios planes de emergencias meteorológicos listos. Porque en Estados Unidos, donde el estereotipo dice que todo es más grande y exagerado, también su naturaleza parece más ruda y salvaje: cada año vemos enormes incendios en California, inundaciones en Arizona, supertormentas de nieve en el noreste, tornados en el sur, alertas de tsunami en el Pacífico y, sí, huracanes en Florida, que alimentan las manidas secciones de tiempo extremo en las televisiones nacionales e internacionales.

Los últimos tres días antes de la tormenta son críticos: si no prestas atención, ese pequeño logo de un huracán dibujado en un mapa en un remoto punto del Atlántico se ha convertido en un solemne mensaje televisado del gobernador advirtiendo de “peligros mortales” en la esquina de tu casa.

En esa cuenta atrás, los hoteles alejados de la costa cuelgan el sold out [todo vendido] en cuestión de horas, las oficinas dan vía libre a los empleados para huir, las carreteras hacia el norte se taponan de coches y los billetes de avión a Nueva York alcanzan precios astronómicos.

Son unas horas clave que despojan de maquillaje a este país y revelan que vivimos en una nación con una desigualdad económica endémica, una crisis nacional de soledad y, ahora también, una brecha entre los informados y los desinformados.

En las horas previas, escala la crudeza para los que no pueden o no quieren huir: la angustia se palpa en la búsqueda de maderas y metales para proteger las casas, en los estantes vacíos de los supermercados, y en las pocas estaciones de servicio donde queda algo de gasolina. Las rodean coches de policía para controlar la agresividad de algunos clientes. (No terminé la serie francesa El Colapso, tan aclamada hace unos años, porque esa cuenta atrás preapocalíptica me recordó demasiado a las escenas previas a un huracán).

Los mensajes al móvil —como el que se envió el pasado domingo en España por la dana, causando un notable revuelo— van creciendo mientras se acerca el ciclón. Mensajes de ahora o nunca. “El huracán se está acercando a Florida, prepárese”. “El huracán se acerca: busque refugio ahora”. “Alerta de emergencia: Advertencia de huracán en esta área, chequee con los medios locales y las autoridades”. Ese último mensaje, enviado de manera indiscriminada a cualquier dispositivo móvil en el área, llega junto a un sonido agudo y penetrante, que te absorbe toda la atención por unos segundos. Es el mismo sonido con el que alertan de un menor secuestrado o una persecución policial en la autopista.

El huracán Ian, que azotó la costa oeste de Florida hace un año, se convirtió en el más mortífero en el Estado en casi un siglo, con al menos 149 muertos. El condado más afectado, Lee, fue el que más tardó en enviar órdenes de evacuación obligatoria. Se emitieron un día después que en los condados aledaños, malgastando horas muy preciadas para huir. Varios vecinos me dijeron después que nunca recibieron alertas ni entendieron la magnitud.

Veleros arrastrados por el aire

Se acercaba un ciclón de fuerza monstruosa que arrastró veleros por el aire, redujo edificios de cuatro plantas a unas escaleras de hormigón, y destruyó los puentes que conectan las islas del área con la península.

“No tuvimos idea de la magnitud de lo que iba a pasar. Yo no me percaté de un aviso de las autoridades”, me dijo Omar Enríquez, un inmigrante mexicano, rodeado por su pareja y sus tres hijos. Cuando los conocí, el maletero de su coche se había convertido en su único armario y dormían en dos colchones inflables en un comedor prestado. Su hogar quedó devastado.

La familia Enríquez no evacuó a tiempo. En plena tormenta, cuando su techo se estaba levantando, huyeron en coche con los niños tierra adentro. Se calcula que unas 700 personas pasaron el huracán allí, dentro de Fort Myers Beach, la zona cero. Cuando entré con los rescatistas al área, en cobertura para Telemundo, me intrigaba por qué tantos vecinos se quedaron. Algunos me decían que no se habían enterado de las alertas y no lo habían visto en Facebook.

Muchos citaban las redes ―cuidadas por algoritmos― como fuente de información, y no las televisiones o periódicos locales. Por eso, si hubieran funcionado bien, las alertas de las autoridades en los móviles eran la herramienta más transversal, más universal y democrática, a falta del antiguo ritual de ver el telediario.

En 2016, el día después del huracán, volvimos a la casa tapiada. Estaba rodeada de árboles partidos y ya con la puerta abierta. El padre nos recibió con una camiseta de number one dad [padre número uno]. Nos explicó que no estaban pendientes de las advertencias y no confiaban en las autoridades. Prefirieron quedarse a cuidar lo único que tenían, la casa.

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