Almejas asesinas
Henry de Monfreid nos embauca de tal manera en sus viajes que acabamos tomando por verídicos asuntos más propios de la leyenda que de la realidad
Ahora, que los magnates se disponen a potenciar el turismo espacial, no está de más recordar a un aventurero de los de verdad, de los que se movían por el mapa sin patrocinio. Hablamos de Henry de Monfreid (1879-1974), el hombre que inspiró a personajes de ficción como Corto Maltés o el mismísimo Tintín.
Traficante de armas, pescador de perlas, contrabandista de hachís, su experiencia vital queda recogida en sus más de cincuenta lib...
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Ahora, que los magnates se disponen a potenciar el turismo espacial, no está de más recordar a un aventurero de los de verdad, de los que se movían por el mapa sin patrocinio. Hablamos de Henry de Monfreid (1879-1974), el hombre que inspiró a personajes de ficción como Corto Maltés o el mismísimo Tintín.
Traficante de armas, pescador de perlas, contrabandista de hachís, su experiencia vital queda recogida en sus más de cincuenta libros, la mayoría de ellos traducidos al castellano. Sin ir más lejos, en Los secretos del mar Rojo, Henry de Monfreid nos cuenta la epopeya que le llevó a recorrer las orillas de este mar coralino que los árabes llaman mar de los juncos.
Con una tripulación de marineros somalíes, Henry de Monfreid capitaneó una embarcación construida por él mismo; un velero que estuvo a punto de naufragar repetidas veces. Gracias a sus relatos, aprendimos que la giba de los cabellos está formada por una grasa que, una vez derretida, se convierte en un excelente remedio para todo tipo de enfermedad, desde hemorroides a fracturas o dolores de cabeza. Fue en una de las islas de la bahía de Asab donde vio cómo su tripulación hambrienta cazaba un camello para después comérselo. Un espectáculo primitivo de lucha y necesidad del que Henry de Monfreid fue testigo y que nos cuenta con todo detalle. Entre unas cosas y otras, también nos cuenta que, en aquella playa, los grillos se esconden bajo la arena y que llegan a ser tan grandes como nueces.
Tal vez, uno de los episodios más interesantes sea el de los pescadores de perlas. En una balanceante piragua van dos hombres, uno rema mientras que el otro va con la cabeza metida en una caja cuyo fondo es de cristal y que sumerge en el agua, de esta manera puede inspeccionar las profundidades en busca de la bivalva perlífera. Cuando ve alguna, se zambulle, mientras el compañero, armado con una larga percha de hierro, se pone alerta. Henry de Monfreid nos avisa de los peligros de dicha práctica. A los tiburones y peces carnívoros se suman las conchas gigantes, bivalvos que permanecen entreabiertos en el fondo marino. Si por descuido, un pie o una mano se introduce en su abertura, las valvas se cierran hasta romper el hueso.
Esta almeja gigante, que mucha gente conoció en su día gracias a las aventuras de Henry de Monfreid, responde al nombre científico de Tridacna gigas y, para hacernos una idea, puede alcanzar el metro y medio de longitud y más de trescientos kilos de peso. Sus conchas fueron utilizadas en las iglesias como pilas de agua bendita, de ahí que en algunas iglesias las pilas tengan su misma forma. Es una especie longeva con una esperanza de vida de más de cien años, y la mayor parte de su vida la pasa comiendo, principalmente plancton.
Lo que sucede es que la realidad siempre se ha nutrido de lo imaginable, y Henry de Monfreid nos embauca de tal manera en sus viajes que acabamos tomando por verídicos asuntos más propios de la leyenda que de la realidad
Con todo, cuando hoy nos enteramos de que no hay constancia de que uno de estos moluscos haya atrapado jamás los miembros de un submarinista, y de que su peligrosidad es un mito, nos quedamos un tanto decepcionados ante la narración de Henry de Monfreid, pues sospechamos que la mayoría de las cosas que nos cuenta son producto de su invención. Lo que sucede es que la realidad siempre se ha nutrido de lo imaginable, y Henry de Monfreid nos embauca de tal manera en sus viajes que acabamos tomando por verídicos asuntos más propios de la leyenda que de la realidad.
Eran otros tiempos y aún quedaba muy lejos el turismo y, más aún, la conquista del espacio. La globalización no había convertido nuestro planeta en un parque temático. Entonces, nadie se atrevía a soñar que algún día se comercializarían vuelos directos al espacio en los que la gente se sentiría decepcionada por no haber visto llaves inglesas, ni trozos de filete de ternera trazando elipses alrededor de la nave, tal y como le sucedió a Ijon Tichy, viajero interestelar surgido de la imaginación del escritor polaco Stanislaw Lem (1921- 2006), que consiguió hacernos viajar sin movernos del sitio.
La memoria del futuro
Desde que el mundo es mundo, el ser humano ha intentado dominar el espacio por tierra, mar y aire, convirtiendo su conquista en una mercancía donde el valor de uso importa poco o nada. El criterio cualitativo se ha visto reducido —pongamos que aniquilado— por el valor de cambio, y de eso sabe mucho el magnate Richard Branson, quien ha decidido ponerse en órbita y salir a darse un garbeo hasta rozar el límite que separa la atmósfera del espacio exterior.
Todo un reto para el tipo que fichó a los Sex Pistols y se compró una isla de 74 acres en el Caribe donde practica kitesurfing. Pero sobre esto no cabe llamarse a engaño, Branson no se subió a su nave llevado por el inconformismo aventurero de Henry de Monfreid. Para nada. El verdadero objetivo de Branson ha sido el de comercializar un turismo que hasta ahora nos parecía algo imposible, una fantasía de colorines propia de los tebeos y de las novelas de ciencia-ficción. De aquí a poco, el destino de la gente con posibles va a dejar de ser cualquier punto de la tierra donde sirvan daiquiris de limón criollo.
Por 250.000 dolares podrán experimentar la curvatura del tejido cósmico durante hora y media escasa, para luego poder presumir de la experiencia, selfies incluidos. Podemos imaginar lo que va a ser eso. Llevados por el criterio cuantitativo, los turistas del espacio se jactarán de haber sentido una emoción tan exclusiva como la que se siente al despegar en un cohete. La excitación del ascenso, la descarga de adrenalina que hace vibrar el cuerpo y todas esas cosas que sacuden la nave, serán comentadas con orgullo millonario. Con el tiempo, dichos viajes pasarán de las puertas del espacio, llegando aún más lejos, convirtiéndose en una experiencia cercana a la que en su día fue atravesar el Atlántico para llegar a tierras exóticas donde los cócteles se preparan con la medida exacta de marrasquino.
Porque en el principio fue el tiempo; inmediatamente después vino el espacio, y luego vino el dinero. No hay más.
El hacha de piedra es una sección donde Montero Glez, con voluntad de prosa, ejerce su asedio particular a la realidad científica para manifestar que ciencia y arte son formas complementarias de conocimiento.
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