Unidad o identidad: La vía chilena a la impureza
Con Boric se ha mostrado lo indeseable de un gobierno que condujo la flexibilidad al extremo de la falta completa de identidad política. Pero frente a ello, el otro extremo, el de la pura inflexibilidad, es un infierno aun peor

En 2025, la derecha chilena llega a la elección presidencial con tres nombres propios: Evelyn Matthei (de la centro derecha tradicional de “Chile Vamos”), José Antonio Kast (de la derecha radical agrupada en torno al Partido Republicano) y Johannes Kaiser (del Partido Nacional Libertario). Entre los tres, dependiendo de las encuestas, reúnen en primera vuelta entre el 50% y el 60% de las preferencias, lo que configura un dominio abrumador. De allí entonces la pregunta por cómo gobernar una vez concluída la elección, y con quienes hacerlo. Politicamente, la fórmula no presenta muchas dificultades: someter a los perdedores y negociar apoyos parlamentarios y espacios en el gobierno, en el entendido que lo esencial del bloque se volcará sin mucho refunfuño a quien pase a segunda vuelta (con algo más de resquemores, aunque no tantos, si el que pasa es el candidato libertario Johannes Kaiser). Esto nos habla de una gran homogeneidad de la derecha (a secas y al singular), especialmente en materia económica, en seguridad pública y en inmigración (los tres temas que configuran el fondo de la elección, cualquier otro tema es secundario y hasta marginal). De allí entonces que la promesa de “unidad para gobernar” suene razonable, casi higiénica, de eficiencia mecánica ante una candidata comunista aborrecida (Jeannette Jara), después de años de fracturas y retornos fallidos.
Pero la pregunta no es si la unidad conviene, sino hasta qué punto es posible, cuando uno de los vértices de este triángulo germano-alemán (el que expresa Kaiser) ha hecho de la inflexibilidad una señal de identidad orgullosa y, sobre todo, de condición sine qua non para alcanzar cualquier tipo de convergencia. En una articulada entrevista al diario La Tercera hace pocos días, Kaiser ha reivindicado como punto intransable las guerras culturales en contra del progresismo: de no incursionar en este belicismo, sería todo “el sistema” el que se desplomaría. Hay allí una concepción de la sociedad que se equilibra no a punta de transacciones, sino a partir de batallas genuinas con un adversario que esta tríada de candidatos y sus seis partidos ven muy debilitado. A los ojos de Kaiser, la sola idea de transar equivale a renunciar a principios, y por lo tanto a contaminarse e incurrir en impurezas: ese es el principal vicio de la candidata Matthei, y en menor medida del candidato republicano José Antonio Kast, ambos contaminados por el virus de los acuerdos y de las renuncias.
Es importante detenerse en esta concepción de la pureza.
Aquí sirven Simmel y Schmitt, dos connotados intelectuales alemanes que teorizaron sobre formas diádicas y oposicionales de relacionamiento. La política de la pureza o intransigencia supone una forma diádica: vive del contraste puro/impuro, amigo/enemigo (esta útima diada fue popularizada y no siempre bien entendida por Carl Schmitt, por el solo hecho de que quien la pensó fue un poderoso intelectual nazi). En la diada, cada actor se define por oposición al otro; de ahí la fuerza moral del “no transo” (“si usted vota Kaiser, tendrá a Kaiser”). Cuando la relación pasa a tríada surgen nuevas figuras: el mediador, que desmoraliza el conflicto entre las dos partes restantes; el tertius gaudens, que se beneficia de la disputa; y el divide et impera, que explota la rivalidad. En todas ellas, la identidad del inflexible se vuelve inestable: o cede y pierde su marca, o veta y bloquea la unidad.
La lectura postestructuralista refuerza el punto. En clave lacaniana, toda identidad es diferencial: existe por la frontera con lo que no es. Si se diluye la diferencia puro/impuro que sostiene el “no transar” de Kaiser, se diluye también su identidad política. Será acusado de traidor, posibilitando la aparición de otra oferta de pureza que –“ahora sí”- será verdaderamente pura. Por eso la tríada es, para Kaiser, una máquina de autocontradicción: su poder depende de conservar el antagonismo, mientras que ser gobierno exige desactivarlo.
Si gana Matthei, su racionalidad es weberiana: ética de la responsabilidad, cálculo de costos y beneficios, construcción de mayorías políticas y parlamentarias (en un régimen presidencial que no siempre necesita de mayorías en el Congreso para gobernar). Teóricamente, Matthei necesitará mediar entre Kast y Kaiser. Pero mediar implica transar; para el inflexible, aceptar esa mediación es desacralizar su marca. Si se mantiene fuera, opera como tertius gaudens: cada acuerdo de gobierno engorda su capital de pureza. Si entra, pero buscando mantener su pureza, se vuelve veto player: cada veto adicional achica el espacio de los acuerdos.
Si gana Kast, el dilema es parecido: su proyecto de orden y eficacia se enreda entre la presión moral del duro y los costos de la gobernabilidad. O lo usa para disciplinar al moderado —gobernabilidad por chantaje—, o lo deja en la grada, reforzando su rol de tercero beneficiado.
Si ganara Kaiser, la tensión sería extrema: su alma de pureza —la que promete una Cultura única, filtra contenidos por “moral y buenas costumbres”, prefiere la vía ejecutiva a la legislativa— choca con el régimen liberal de tres poderes y contrapesos. O se modera y se “traiciona”, o intenta gobernar sin terceros y colisiona con el diseño institucional. Su otra alma, más tecnopolítica (concesiones, procedimientos), podría sostener la gestión, pero un gobierno democrático vive de reglas, no de cruzadas (a lo menos hasta que no cruce el umbral del iliberalismo que acecha a las democracias).
Entonces hay en Kaiser dos almas incompatibles, una que prefiere negociar (la que se origina en la atracción que el campo político origina, su illusio) y otra que entiende que eso es traición (un sentimiento de subversión del campo político y de su organización): esta es la tentación en la que se moverán todas las derechas, no porque una de sus fracciones sea más importante que las otras, sino simplemente porque su radicalidad es suficiente para que la tentación por la subversión del orden del campo se imponga a todos. Esas dos almas no pueden coexistir. Es como en la película La sustancia, en que una parte de sí mismo destruye necesariamente a la totalidad del organismo.
Este dilema no tiene solución: las izquierdas radicalizadas lo han experimentado en algunas ocasiones, con fracasos estruendosos; las derechas radicalizadas están familiarizadas con este dilema, con bastante más éxito pero cuyo costo lo paga la democracia misma: en el largo plazo, es probable que terminen en una debacle (eventualmente hegemonizada por ellas mismas.
Con Boric se ha mostrado lo indeseable de un gobierno que condujo la flexibilidad al extremo de la falta completa de identidad política. Pero frente a ello, el otro extremo, el de la pura inflexibilidad, es un infierno aun peor. ¿En qué podría consistir un estado del mundo, y el mundo mismo, en su calidad de pureza? Probablemente en algo invivible: moralmente repugnante, políticamente insostenible (sería el fin del pluralismo liberal) y cognitivamente inviable. Un mundo inhumano.
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