Carlos Cabezas, músico: “El ámbito político está muy chillón, muy violento”
La voz del legendario grupo Electrodomésticos cumplió 70 años y los celebrará en el Teatro Municipal de Santiago el 18 de octubre. En conversación con EL PAÍS habla de su trayectoria inclasificable y da una mirada a la música y a la sociedad chilena
En febrero pasado cumplió 70 años y ahí está, preparándose para celebrarlos este 18 de octubre en el Teatro Municipal de Santiago: el espectáculo Mil Cabezas incluirá los proyectos más destacados de Carlos Cabezas Rocuant (Ovalle, región de Coquimbo), incluyendo discos solistas como El resplandor (1997); su trabajo con La Banda del Dolor; el dúo Cordillera, junto a Angelo Pierattini, y, por supuesto, Electrodomésticos, la banda que armó hace cuatro décadas con Ernesto Medina y Silvio Paredes, y que sigue escuchándose como un hito inesquivable e inclasificable de la música popular chilena.
De chaqueta y pantalones grises que combinan con la camisa y las zapatillas negras, este excontrolador de tránsito aéreo dice sentir un “pudor básico respecto de un autohomenaje”, pero se ve motivado. Incluso contento, pues entre sumas y restas, “tiene sentido conmemorar”.
Arrellanado en una sala de ensayo de la comuna de Providencia, donde unos minutos más tarde llegará a trabajar La Combo Tortuga, la voz del cantante, guitarrista, compositor, productor y músico de películas (entre ellas El chacotero sentimental, taquillazo mayor del cine chileno) sigue resonando cavernosa, seductora, under.
El entusiasmo, por su parte, sigue en pie.
Pregunta. “De pura vergüenza tocábamos de espalda al público”, ha contado usted sobre las primeras presentaciones de Electrodomésticos. ¿Los avergonzaba no ser músicos profesionales?
Respuesta. El síndrome del impostor nos duró un buen tiempo, porque no cumplíamos con los protocolos. De partida, éramos un grupo sin baterista, y en realidad nunca tuvimos el plan de ser un grupo: sólo lo pasábamos bien haciendo estas cosas. Y la primera vez que nos presentamos en [la sala] Espaciocal, tocamos de espalda al público: alguien dijo que había sido una performance, pero se dio así porque sentíamos que no cumplíamos con los estándares de un grupo normal y nos daba un poco de pudor. Fue bueno partir así: nos fuimos desarrollando de a poco.
P. Su entusiasmo con los sintetizadores los hizo tener una entrada anómala a la escena musical, ¿no?
R. Sí, claro. No estudiamos música ni éramos músicos, y se suponía que para expresarnos en ese tiempo era obligatorio tener destrezas musicales y haber partido temprano. De hecho, durante mucho tiempo creí que ya había pasado la vieja [que había pasado mi momento]. Pero empezaron a aparecer estas maquinitas, estas herramientas que se acoplaban mucho con la curiosidad que uno tenía. Era como el mundo del futuro, algo muy atractivo de explorar. Aparecieron las cajas de ritmos, después las baterías programables, y los sonidos eran muy distintos de los que uno conocía. Y entonces la carencia -una palabra clave en ese tiempo-, acoplada con estas herramientas que aparecieron, nos dieron la posibilidad de tener una expresión musical. Además, con Ernesto [Medina] y Silvio [Paredes] nos llamaba la atención todo lo que pasaba en la sociedad, y nos interesó la posibilidad de grabar cosas de la tele, de la radio, o cosas que escuchabas en la banda sonora normal de la vida, y cambiarlas de contexto como ejercicio. Ponerlas sobre una base [como en “¡Viva Chile!”] hacía que se entendieran de otra manera: aparecían otros significados de cómo nos sentíamos los chilenos.
P. ¿Tuvo la idea de resignificar el rock?
R. Estos lenguajes venían de afuera como expresiones de otras culturas. El texto del rock viene del inglés, que es mucho más percutivo, que se ajusta mejor a la métrica. Entonces, buscamos conscientemente una identidad propia, una territorialidad en lo que hacíamos: que fuera algo de acá, pese a estar dentro de este lenguaje electrónico.
P. ¿Cómo fue hacer música en dictadura?
R. Las cosas eran muy, muy distintas. ¿Cuántas veces después de los recitales terminamos en comisarías y nos iban a rescatar en la mañana porque [transgredimos] el toque de queda o por alguna otra razón? Había muchas circunstancias que te hacían sentir en una situación muy especial; eran situaciones muy emocionales que a veces te dejaban tiritando. Y todos los que estábamos en eso sentíamos que estábamos expresando algo, que estábamos manifestándonos de alguna manera.
P. Incomodar, descolocar, ¿fue algo buscado?
R. No sé si hubo tanta estrategia o inteligencia detrás, pero fue un juego en el que se aprovechaba el lenguaje artístico. Hubo un espacio en que se incorporaban herramientas del arte, y eso produjo una música bien distinta de lo que se escuchaba entonces.
P. Grupos como Café Tacuba dejaron hace unos años de tocar canciones de su catálogo consideradas misóginas. En el caso de Yo la quería, en que un femicidio es contado por el victimario, ¿recibieron algún reproche?
R. Lo único que se nos observaba era que algo hecho hacía tanto tiempo pudiera resonar en un presente con mucha más conciencia y sensibilidad sobre el femicidio. Fue, más bien, un reconocimiento. Pero nadie nos pidió eliminarla del catálogo. Por el contrario, cuando presentamos el [álbum de 2024] Mirar la luz, hicimos una versión de Yo la quería con la [actriz] Amparo Noguera describiendo la misma situación, y como los textos iban en paralelo, se entiende todo desde el otro lado.
P. Si hace unas décadas llegar a grabar una canción era todo un desafío, hoy la facilidad para crear música es mayor que nunca. ¿Cómo ve las posibilidades y los riesgos?
R. Son contextos bien distintos y es complicado compararlos. Que se haya expandido el acceso a las herramientas que facilitan la expresión artística es bueno por donde lo mires. Uno de los temas sociales de hoy es la falta de reconocimiento social, hay un aislamiento que produce una carencia social bastante fuerte, y encuentro fantástico que la gente pueda levantar la voz: sacar la música y la expresión artística de ese arrinconamiento elitista en el que estuvieron por tanto tiempo. Pero después viene la pregunta típica: ¿y qué le parece la música urbana? Pero ese es otro tema: ¿por qué estamos así? ¿Por qué el lujo todavía sigue definiendo un estatus social?
P. ¿La música urbana le parece un fenómeno más social que musical?
R. Sí, pero hay mucha gente que cuestiona estas herramientas [tecnológicas] a partir de un juzgamiento de la música urbana, y creo que son cosas distintas.
P. ¿Tiene algún vínculo, como músico o auditor, con el trap u otros géneros urbanos?
R. No mucho, aunque he escuchado muy buenas expresiones artísticas en ese ámbito. Creo que poner en palabras lo que se siente en términos sociales es algo que alguna gente hace muy bien. Gente como Bronko Yotte, por ejemplo. Hay quienes articulan bien esto, lo que puede generar identificación, y creo que eso es saludable en términos de psicología social.
P. A propósito de su contribución musical al proyecto constitucional del segundo Gobierno de Michelle Bachelet, o de la firma con que aportó a la inscripción del partido Revolución Democrática, ¿ha querido ubicarse políticamente en algún lugar?
R. En general, las ideologías no me funcionan mucho. En el ámbito político, uno intenta conectar más con las personas. Al presidente Boric le creo: se siente honesto y coherente con los principios del bien común. [El problema es que hoy] se desconfía del ámbito político, que está muy chillón, muy violento; hay mucho fake, se genera desconfianza, descontento. Esto hace que mucha gente vote en contra de algo, más que a favor de una idea de sociedad.