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Ocho candidatos en busca de guion

La política performativa ofrece líderes cada vez más hábiles en multiplicar disfraces y en calibrar gestos. Pero un país no se conduce desde una red social ni con coreografías improvisadas

Luigi Pirandello nos enseñó que todos llevamos una máscara. La forma, decía, es lo que nos hace reconocibles ante los demás. La vida, en cambio, es lo contradictorio que nunca termina de encajar. La máscara es útil para poder habitar el mundo, pero también puede aprisionarnos.

Conviene recordar esta diferencia, ya que estos últimos meses han puesto de manifiesto hasta qué punto la política electoral chilena se parece cada vez más a una sucesión estéril de imágenes pirandellianas. La forma –el gesto fácil, el eslogan grandilocuente, el guiño a cámara– se ha convertido en un fin en sí mismo, mientras la vida –los dilemas, las complejidades, las decisiones incómodas– queda fuera de escena. En este imperio de lo efímero, tal vez diría Gilles Lipovetsky, nuestros líderes parecen más preocupados por agradar y recibir atención que por persuadir; más atentos a gustar en el instante que a guiar hacia un destino común.

El reciente debate presidencial lo demostró con claridad. Muchos de sus participantes, más que aspirantes a conducir el país, se comportaron como traficantes de desesperanza, emprendedores de polarización o pregoneros apocalípticos. En lugar de persuadir con ideas y un proyecto colectivo de futuro, administraron dosis de miedo cuidadosamente empaquetadas bajo etiquetas de crisis, inseguridades y emergencias.

La obra de Pirandello Uno, ninguno y cien mil es sugerente de esta realidad. Allí se nos recuerda que somos distintos según el ojo que nos observa: uno para el amigo, otro para el desconocido, otro para la pareja. En política, esta intuición literaria se ha transformado en estrategia. La fragmentación de identidades que permiten los medios y redes sociales genera “cien mil máscaras”. Una versión dura del líder para la base militante, otra ambigua para un electorado volátil que algunos siguen empeñándose en llamar de centro. Una más cercana para el video de TikTok, otra solemne para los cada vez más escasos foros institucionales. Los candidatos de primarias terminan por volverse irreconocibles solo meses después, cuando disputan los comicios generales. La coherencia programática se sacrifica así en aras de la apelación estética. Este mimetismo con audiencias a veces irreconciliables parece olvidar que, en política, persuadir exige mantener un proyecto reconocible ante interlocutores diversos, porque solo así puede guiarse hacia un horizonte común.

Pirandello también lo ilustra en Seis personajes en busca de autor. Sus protagonistas vagan por el escenario implorando a alguien que les dé sentido. Algo parecido ocurre con la política performativa: los candidatos delegan la producción de sentido en consultores, encuestas o algoritmos que dictan qué frase será más retuiteada y qué propuesta generará más likes. Lo que se improvisa no es un proyecto político, sino una sucesión de escenas diseñadas para capturar atención. La política deja de construir futuro para convertirse en escenografía del presente. No se guía; se entretiene. No se persuade; se complace. Esto vale no solo para eternos candidatos que debaten sin programas o se aferran a caricaturas del pasado, sino también para aquellos que rehúyen públicamente de sus ideas para acomodar audiencias, aunque todos sabemos que íntimamente no han renunciado a ellas.

El riesgo no se limita solo a la superficialidad. Como en Enrique IV, donde el protagonista de Pirandello finge ser rey hasta quedar atrapado en este papel, muchos políticos terminan capturados en la máscara que les dio popularidad. El outsider no puede dejar de serlo aunque ya esté en el poder. El tecnócrata infalible no admite dudas. El salvador mesiánico no tolera límites ni matices. El disfraz, útil en la campaña, se transforma en cárcel al gobernar. Y entonces, cuando la realidad exige flexibilidad y adaptación, estos líderes se limitan a repetir caricaturas de sí mismos. Bien lo sabe –y ha sufrido– el inquilino de La Moneda, quien hoy vive preso de la advertencia de Thomas McGuane: “El riesgo del oficio de convertirse uno mismo en espectáculo, a largo plazo, es que también acabes comprando una entrada”.

En todos estos registros pirandellianos late la misma advertencia: la política reducida a lo performativo se vacía de sustancia y carece de futuro viable. La máscara puede ser necesaria a ratos, porque todos necesitamos formas para ser comprendidos. Pero cuando reemplaza a la vocación política como la entendía Max Weber, se vuelve peligrosa. Gobernar demanda atreverse a mostrar la vida detrás de la forma, explicar costos, renunciar y transigir, invitar a la ciudadanía a transitar juntos la complejidad de los problemas comunes. Esa es la diferencia entre agradar y persuadir. Agradar es sencillo: basta con seguir el pulso de las emociones dominantes. Persuadir, en cambio, requiere conducir, abrir un camino, hacerse responsable de una decisión.

Las métricas digitales, sin embargo, premian el aplauso inmediato, no lo que orienta a largo plazo. Y bajo esa presión, muchos candidatos optan por la fórmula más fácil: agradar al público y evitarle la incomodidad de complejidades y costos. El resultado es una política que produce simpatía, pero no autoridad; que refleja expectativas, pero ya no marca un rumbo. Porque una política sin un programa viable es como una obra sin guion: pura improvisación en busca de claque.

Quizá valga recordar que Pirandello nunca se conformó con la máscara. Sus personajes luchan, a veces desesperadamente, por mostrar la vida que se esconde detrás de la forma. Así lo retrata con claridad en su cuento La tragedia de un personaje. Ese debería ser también el desafío de nuestra política: recuperar la capacidad de persuadir, entendida no como manipulación o halago, sino como invitación a compartir un camino, incluso si implica pérdidas y renuncias. Gobernar no es quedar bien en todas las tablas, sino ofrecer un libreto común y guiar a la sociedad a través de él, con sus giros y sacrificios, hasta llegar al desenlace.

La política performativa ofrece líderes cada vez más hábiles en multiplicar disfraces y en calibrar gestos. Pero un país no se conduce desde una red social ni con coreografías improvisadas. Si nuestros líderes nunca se quitan la máscara, corremos el riesgo de que acaben siendo personajes de una trama distinta a que la que requiere el país, en intérpretes de un guion dictado por la lógica del espectáculo. Lo urgente es devolverle a la política su razón de ser: no un concurso de simpatía, sino el espacio en que aprendemos a convivir con la vida detrás de la máscara y, sobre todo, a caminar juntos hacia un desenlace común.

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