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Relatos mínimos de un Chile desaparecido

Rodeada de un aura minimalista desde la que siempre se ha leído, la obra de José Santos González Vera encuentra en estos relatos una nueva vida

Galardonado con el Premio Nacional de Literatura en 1950, el narrador José Santos González Vera no goza hoy de una gran audiencia entre los lectores chilenos. Sin embargo, la reciente edición de sus Cuentos escogidos en Alfaguara demuestra que su obra no ha perdido un ápice de vigencia. Aunque sus piezas breves quizás no alcancen la altura de esa pequeña obra maestra que es Vidas mínimas (1920), estos relatos –seleccionados por la nieta del autor de entre los dos libros de cuentos que publicó González Vera en los sesenta, La copia y otros originales (1961) y Necesidad de compañía (1968)– amplían un universo contenido, donde temas universales como la violencia, la injusticia y el erotismo aparecen por sutiles resquicios y se reconstruye, por medio de personajes entrañables, un Chile que ya no existe.

Un transeúnte es asaltado en la vía pública; un antiguo carabinero se exaspera porque le roban sus gallinas; un joven recién independizado encuentra en el tren nocturno un amor prohibido; un funcionario busca inútilmente alguien que certifique que está vivo; el dueño de una peletería ve cómo sus acreedores se llevan los bienes de su tienda. Todos los personajes de González Vera se mueven en un escenario urbano trazado con cuidado, aunque no por el detalle de su entorno, sino por la carga simbólica que esos espacios poseen. No es la ciudad moderna que, por esos mismos años, iba apareciendo en la literatura de la mano de autores como Rojas o Donoso, sino una urbe con ecos pueblerinos, rurales, donde los personajes se conocen y en la que hay un tejido social donde el comadreo abunda y los lazos resultan significativos, con lo bueno y malo que ello tiene.

Los veinte relatos de Cuentos escogidos nos muestran perfiles humanos sumamente variados, aunque siempre con la mirada puesta en las clases medias y bajas y en oficios donde el anonimato, la discreción y grisura de la vida funcionaril son las notas dominantes. Hay, también, como en “El terremoto”, el cuento que abre el volumen, reconstrucciones de aire bucólico del escenario de provincias; en este caso, la vida y costumbres alrededor del río Tutuvén, en la región del Maule. Empero, el centro de estos cuentos está más orientado a los conventillos, las oficinas de burócratas y notarios, los clubes y bares donde los personajes de la medianía sociabilizan e interactúan.

Los narradores de estos cuentos suelen poseer un punto de vista privilegiado para observar con precisión las situaciones de las que son testigos. Sea desde la primera o tercera persona, son dueños de un talento fisonomista capaz de dibujar en pocos trazos una personalidad siempre elocuente. En “¿Far vus, señor Crenóvich?” vemos a un desalmado acreedor que va a cobrar lo que se le debe: “Morguesqui era un pecador de rostro triangular, amplia frente, ojos irritados, nariz aguileña y agudo mentón. Tenía color rojizo y expresión entre severa y piadosa. Flotábale el chaleco en su pecho hundido. Su aire era de enfermo”. Con pocas y elocuentes líneas, González Vera crea situaciones donde las precariedades de la vida, el nacimiento del miedo o del amor o las ínfulas intelectuales de personajes descastados o desterrados se transforman en relatos de enorme humanidad.

La distancia desde la cual estos narradores observan su entorno, además, les permite hacer gala de un humor que no pierde nunca cierta ternura entrañable desde la cual describen los dramas y entuertos de los personajes. Hay en ellos cierto patetismo que el narrador elabora sin paternalismo, aunque no por ello sin empatía, como si solo cupiera resignarse al paso del tiempo o a las injusticias que impone una sociedad sobre la cual nunca tenemos la última palabra.

Como cuando habla, en “Certificado de supervivencia” –uno de los mejores cuentos del volumen, de aire kafkiano muy bien logrado–, sobre cómo afecta al cuerpo el paso del tiempo: “Entre la vida y la muerte no hay las diferencias que uno suele atribuirles. Se nace con una buena cabellera y se la pierde pelo a pelo. Igual pasa con los dientes. (...) Y esto en lo corporal. Por dentro comienza la muerte a chamuscar anhelos y pensamientos. Ideas de hálito victorioso parece que apenas se comunican. Los sentimientos de amistad, libertad o justicia se empobrecen al asomar las canas. A veces coincide el desgaste físico con el agotamiento del espíritu. Es la muerte cabal”. Es decir, a partir de una descripción llana y sencilla de la calvicie, termina el relato haciendo una reflexión profunda en torno a las grandes derrotas existenciales, al dejarse vencer por un paso del tiempo que siempre nos recuerda su condición inexorable.

Rodeada de un aura minimalista desde la que siempre se ha leído, la obra de José Santos González Vera encuentra en estos relatos una nueva vida. Estos Cuentos escogidos nos permiten volver a situarlo en la mejor tradición de un realismo urbano, sin la crudeza de Méndez Carrasco o Gómez Morel, pero también reconocer en él una enorme capacidad imaginativa, una que nos evidencia la amplitud de recursos de un escritor que vale la pena volver a visitar.

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