¿Con qué culo se sienta la cucaracha?
La elaboración de un balance desde las izquierdas acerca del devenir del proceso bolivariano, que nos permita comprender cómo llegamos hasta aquí, tiene que exceder el caso venezolano
Tres semanas después de las elecciones del 28 de julio, todavía no parece haber salida a la crisis venezolana. Ni los reclamos de diversas organizaciones nacionales, incluyendo partidos de izquierda que se reivindican chavistas, ni las resoluciones de la OEA, ni el intento de mediación de los gobiernos progresistas de América Latina liderados por Lula, han logrado destrabar la situación. Y aunque hace pocos días el Tribunal Supremo de Justicia de la República Bolivariana determinó la legalidad del triunfo de Nicolás Maduro, este episodio está lejos de haberse cerrado de manera definitiva y se puede temer una descomposición aún mayor del régimen de la mano de un incremento de la represión y un estrechamiento de los espacios de libertad.
Mientras la derecha saca provecho de este ejemplo aleccionador, ideal para desacreditar toda propuesta de redistribución social o de protagonismo popular que se quiera emprender en el continente, las izquierdas exhibimos nuestras fisuras y, sobre todo, nuestras debilidades intelectuales y políticas a la hora de enfrentar esta crisis.
Las divisiones son evidentes. Por un lado, una izquierda ortodoxa agita una retórica antiimperialista y hueca, sin estrategia capaz de hacer un contrapeso efectivo a la injerencia abierta y velada de los Estados Unidos. Esa izquierda cierra filas con Maduro como si con ello estuviera defendiendo una revolución combativa, al tiempo que desoye deliberadamente la voz de las propias izquierdas venezolanas que se encuentran activamente movilizadas y que han denunciado con meridiana claridad el carácter neoliberal y autoritario del gobierno de Maduro. Por otro lado, una izquierda que renuncia al pensamiento propio y queda atrapada en los marcos del liberalismo abstracto, de una defensa a la democracia y a los derechos humanos que no tiene el cuidado de marcar la línea divisoria con una derecha que ha promovido activamente la desestabilización política y económica de Venezuela, alentado las sanciones ilegales y unilaterales impuestas por EE.UU y que ha llegado a solicitar su intervención militar. Tanto el antiimperialismo retórico alineado con Maduro como la crítica incapaz de construir criterios políticos autónomos son síntomas de una crisis de larga data en el campo de las izquierdas que, a propósito de esta coyuntura, vale la pena problematizar y discutir.
La elaboración de un balance desde las izquierdas acerca del devenir del proceso bolivariano, que nos permita comprender cómo llegamos hasta aquí, tiene que exceder el caso venezolano y extenderse a un examen general del llamado ciclo progresista y su fracaso. La elección de Hugo Chávez en 1998 fue un hito inaugural en este ciclo y el estado en que se encuentra el gobierno de su sucesor, Nicolas Maduro, representa tal vez la clausura de ese horizonte. No, por cierto, el fin de la historia y la confirmación de un destino inexorable de neoliberalismo recargado, sino más bien el fracaso de la vía progresista de su intento superación y la necesidad de desarrollar una nueva estrategia, adecuada a las actuales condiciones globales y locales.
En este ejercicio no partimos de cero. Muchísimo se ha escrito sobre el ciclo progresista latinoamericano, sus logros en términos de redistribución, de integración de sectores populares por la vía del consumo y el aumento del poder adquisitivo, de las políticas de memoria, del protagonismo de grupos sociales subalternos y racializacos, y de los innegables avances materiales producidos. Mucho se ha escrito también acerca de sus límites, de la dependencia de las materias primas, de la intensificación del extractivismo, de la incapacidad de modificar la matriz productiva, de desconcentrar la economía y de generar una base material sólida para sostener la ampliación de derechos promovida, de la distancia entre la retórica antineoliberal y las verdaderas alianzas y negocios tramados con grandes grupos económicos, de la incapacidad de crear una articulación continental capaz de oponer una alternativa real a la injerencia norteamericana en la región, etc.
Estos balances existen y son puntos de partida ineludibles hoy. Sin embargo, la hondura de la crisis venezolana, que excede enormemente su dimensión electoral, ya de por sí gravísima, y alcanza el núcleo mismo de la naturaleza democrática de lo que queremos seguir llamando socialismo, amerita una confrontación todavía más exigente con el devenir de los gobiernos populares que se iniciaron con la elección de Chávez.
Desde una mirada de izquierda, el elemento central que explica la posibilidad de que alternativas políticas progresistas hayan llegado al poder, es la fuerza popular que se desplegó como resistencia a los ajustes neoliberales y sus consecuencias. Sin Caracazo en el ‘89, sin el 2001 argentino, sin las guerras del gas y del agua en Bolivia, por mencionar tres casos paradigmáticos, no se habría abierto la grieta que permitió a fracciones organizadas de la izquierda y el progresismo formar gobiernos y reorientar la política y la economía hacia intereses nacionales y populares dentro del marco capitalista. Teniendo ese origen plebeyo, la pregunta que cabe entonces es cómo se tramó, o no, una alianza entre ese campo popular no siempre organizado pero necesario y esas elites con capacidad para conducir el Estado.
Si respondemos a esa pregunta desde el presente, el análisis se vuelve necesariamente crítico: no fueron golpes de Estado perpetrados por las oligarquías locales con el apoyo de Estados Unidos (de hecho fallaron en Venezuela el 2002, el 2003-2004, el 2017) sino las mayorías populares las que permitieron la llegada al poder de Bolsonaro en Brasil, de Milei en Argentina, y, según indican desde la oposición a Maduro (incluyendo a la oposición de izquierda), el triunfo del candidato de María Corina Machado en Venezuela.
El apoyo masivo a fuerzas que representan la destrucción de lo público y lo común, cuyos programas apuntan a la privatización de la riqueza colectiva y al empobrecimiento de las grandes mayorías, la pérdida del sustento popular, la incapacidad de ver lo que en el seno de la sociedad se está produciendo, la ceguera ante las fallas de las políticas de inclusión y el afuera que van dejando, en el que la rabia, la impotencia y el resentimiento se acumulan, es lo que debiéramos preguntarnos a nosotros mismos a propósito de la debacle de los progresismos.
En Venezuela hay un dicho popular que resume la cuestión: ¿Con qué culo se sienta la cucaracha? Honestamente, ¿con qué fuerzas contamos hoy? ¿Qué capacidades reales, más allá de la retórica, hemos construido para oponer resistencia a los intereses imperialistas y a las oligarquías locales? ¿Qué salida democrática y popular a la crisis del neoliberalismo estamos proponiendo y dónde radica nuestra fuerza para empujarla?
Si nos hacemos estas preguntas, rápidamente tendremos que aceptar que la crisis, que hoy se expresa de manera trágica y patética en Venezuela, nos envuelve a todos los que nos paramos en la vereda izquierda de la calzada. Rápidamente también, porque el tiempo no nos sobra, tendremos que tomar conciencia de la envergadura de los problemas que enfrentamos y de nuestra enorme responsabilidad histórica.
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