Chávez en su tumba

El grupo de militares y políticos profesionales que sucedieron a Chávez, sin su inteligencia ni su carisma, eligieron finalmente por una deriva autoritaria dirigida a mantenerse en el poder a cualquier precio

Un partidario del presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, toca un retrato del expresidente Hugo Chávez durante una marcha para defender los resultados electorales, en Caracas, Venezuela, el 30 de julio de 2024.Maxwell Briceno (REUTERS)

Es sabido que Hugo Chávez lo intentó antes por otros medios, pero hay que admitir que cuando accedió al poder, el 6 de diciembre de 1998, lo hizo por una vía democrática. La ‘revolución bolivariana’ contó con en sus primeros años con un incuestionable apoyo popular, lo que en parte explica la impotencia de la oposición. Aunque sin mucho entusiasmo, prevaleció el respeto a las normas básicas de la democracia, lo cual iba de la mano de la fragmentación de las fuerzas de oposición. El nuevo régimen de Chávez tuvo mucho de una revolución anti-oligárquica que permitió que los más pobres e invisibles irrumpieron en la escena venezolana como nunca antes en la historia, cambiando la fisonomía política, social y material de un país que, hasta entonces, era férreamente controlado por sus elites.

Ese punto de partida fue deteriorándose con la enfermedad de Chávez, su larga agonía y su muerte en 2013. El grupo de militares y políticos profesionales que lo sucedieron, encabezados por Nicolás Maduro, Diosdado Cabello y Jorge Rodríguez, sin su inteligencia ni su carisma, eligieron finalmente por una deriva autoritaria dirigida a mantenerse en el poder a cualquier precio, como quedó de manifiesto en el bochornoso fraude electoral del 28 de julio.

Este camino, sin embargo, no estuvo exento de debates y tensiones al interior de la cúpula chavista. En los meses posteriores a la muerte del caudillo ya era evidente que el respaldo popular a la ‘revolución bolivariana’ había decaído, tanto en masividad como en entusiasmo. El régimen aún era fue en las zonas más pobres y aún disponía de recursos para mantener sus redes clientelísticas, pero las clases medias mostraban signos de decepción y rechazo, y comenzaban en masa a pasarse a la oposición o a abandonar el país. La sociedad venezolana, en breve, ya no era la que había recibido a Chávez de brazos abiertos, quince años atrás. Si bien seguía crítica al viejo orden oligárquico, quería dar vuelta la página, mirar al futuro, disponer de libertades individuales y consolidar una democracia plenamente competitiva, con los militares de vuelta a los cuarteles.

Tras la muerte del caudillo la élite chavista pudo haber optado por un camino de apertura que acogiera y canalizara el cambio que ella misma había producido. Esto habría implicado, por ejemplo, hacer un amplia llamado a la unidad, a romper con las dicotomías del pasado, a crear a un frente común contra el cáncer de la corrupción, a cuidar los actos y las palabras para mitigar la espiral de polarización y violencia, a impulsar reglas democráticas que otorgaran legitimidad a los triunfadores y conformidad a los perdedores. Pero no lo hizo. En cambio, eligió negar el rechazo, aplastar la disidencia y criminalizar la oposición.

Fue inútil. Después de 15 años en el poder, con una crisis económica y de seguridad desatada y con una acumulación gigantesca de demandas sociales sin resolver, el desgaste de la ‘revolución bolivariana’ se volvió imparable. Para justificar el declive de su respaldo popular y electoral, Maduro y su grupo recurrieron a esa retahíla de argumentos a la que siempre acuden las dictaduras en problemas: la intervención extranjera, la guerra económica, la batalla mediática y sicológica, y la astucia de los ‘escuálidos’, como llama el chavismo a la oposición. Llegó al extremo, incluso, de hacer mofa de los compatriotas que dejaban el país. Fue inútil: a pesar de la intervención electoral desembozada, el régimen fue rechazado en las urnas, y el poco apoyo o comprensión que le quedaba en la comunidad internacional democrática quedó hecho trizas. Maduro es, literalmente, un paria.

¿Es imaginable un cambio por parte de la élite chavista? Parece difícil, pues se trata de una conducta perfectamente consciente.

La democracia se puede definir de muchas maneras, pero hay tres principios inequívocos: i) que las reglas son iguales para todos, oficialismo y oposición; ii) que cualquier competidor puede ganar las elecciones con igual legitimidad; iii) que triunfa el que obtiene la más alta votación, certificada por un órgano independiente, y no con los grados de ‘conciencia’ o ‘movilización popular’; y iv) que la derrota no es para siempre. Pues bien, el régimen de Maduro no cree en estos principios; ni ahora –como ha quedado demostrado–, ni cuando llamó a elecciones. Lastimosamente no es un capricho, ni algo pasajero: es algo enteramente racionalizado, como se replica en todos los autoritarismos: i) hay una revolución en marcha que aún requiere de tiempo para madurar del todo; ii) ella enfrenta enemigos internos y externos que la buscan destruir; iii) los electores carecen del nivel de consciencia necesaria para resistir los engaños; y iv) es un deber revolucionario ganar las elecciones por cualquier medio. Si esto significa que se traslada la disputa a las calles, tanto mejor, porque esto “magnetiza” (es la palabra que emplean) a las fuerzas propias.

Maduro y su grupo de poder, con su reacción a la derrota electoral y con los actos y el discurso que lo han seguido, han regalado una victoria estratégica a su oposición, que ha logrado confirmar ante el mundo su viejo reclamo: que en Venezuela la democracia se transgrede cuando el régimen en el poder es derrotado. El propio comandante Chávez, en su fría tumba, debe sentirse traicionado.

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