La soledad del corredor de fondo
Nadie estuvo más solo que Sebastián Piñera desde la restauración de la democracia. Muchas de las decisiones por las que se lo recordará las tomó en la más total soledad
Los chilenos llaman “presidente” a cualquiera de sus expresidentes. Por eso ayer, cuando entró el féretro a los salones del Congreso Nacional, se rindió honores a un expresidente, pero los que ocupaban las calles con pañuelos y banderas despedían a un presidente.
Es difícil entender la presidencia de Chile. Tal vez a lo que más se parece es a la de Francia, pero aun esa comparación se queda corta. El presidente francés convive con un primer ministro, tal como la mayoría de los presidentes de América convive con un vicepresidente. En Chile no: nadie tiene más poder y ninguna sombra lo alcanza. El presidente está solo, siempre solo.
Nadie estuvo más solo que Sebastián Piñera desde la restauración de la democracia. Muchas de las decisiones por las que se lo recordará las tomó en la más total soledad.
En la noche del 12 de noviembre del 2019, cuando la violencia callejera estaba alcanzando su máxima intensidad y parecía que sólo quedaba el camino de militarizar el país mediante el Estado de sitio, dos de sus ministros le propusieron no tomar esa decisión, sino la contraria: convocar a la oposición a un acuerdo por la paz y la reforma de la Constitución. La oposición se había portado todo lo mal que era posible, confundiendo la crisis de la democracia con la del Gobierno. Algunos creían que había llegado el momento de destituir a Piñera, sin medir el costo infinito que hubiese tenido ese desgarro. Piñera escuchó a sus ministros y pidió que lo dejaran solo por unos minutos.
Solo. Con el 90% de posibilidades de equivocarse, como todo político en la niebla del conflicto. Tras esos minutos, autorizó el acuerdo.
Nueve años antes, en agosto del 2010, para la transmisión del mando en Colombia, la delegación chilena recibió la noticia de que un grupo de más de 30 mineros habían quedado sepultado a 600 metros de profundidad en una mina descuidada del desierto. A medida que llegaban detalles y aumentaba el pesimismo, Piñera se fue sumiendo en el silencio. Partió hacia su habitación y unos minutos después salió con una decisión: había que rescatarlos a cualquier costo.
Desbordó a todos sus asesores, canceló las actividades oficiales y sobrepasó a su ministro del rubro, que estaba convencido de que no existía ninguna posibilidad. Sesenta y nueve días más tarde, los mineros salieron con vida a través de una cápsula digna de la ciencia ficción más infantil.
Entre esos dos puntos, la historia de Chile pasó como una tromba, En su primer mandato (2010-2014), los chilenos estaban seguros de ir en una marcha imparable hacia un nivel europeo de ingresos. En el segundo (2018-2022), muchos de esos mismos chilenos, airados, sintiéndose abusados y engañados, se lanzaban a las calles para arrasar con sus edificios y sus instituciones.
De acuerdo, no es lo mismo meditar para salvar unas vidas que meditar para contener lo que podría haber sido una sangrienta conflagración civil (¿o alguien puede creer que el derrocamiento de un presidente iba a ser un trámite de los vencedores?). Pero en la línea imaginaria entre ambos puntos se equilibran las mismas preguntas: ¿dónde está la virtud?, ¿de qué seré culpable?, ¿cuál es la salida?
Piñera nunca fue de intuiciones cortas. Combinaba de un modo misterioso la prisa del corredor de bolsa con la paciencia del constructor de pirámides. Se sentía seguro de tener las mejores ideas para el país y no creía que nadie las pudiese superar a menos que fuese mucho más inteligente. Luchó por dos décadas para llegar a ser presidente de Chile, lo fue dos veces y habría intentado una tercera si no fuese porque la última experiencia fue demasiado amarga, demasiado solitaria. Hasta la soledad tiene un límite.
Ahora, mientras se imprime su leyenda, los chilenos han salido a las calles bajo la canícula, quizás para que el presidente estuviese un poco menos solo.
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