Un muy extenso recorrido en Chile
El hecho de que el país lleve 42 años con la Constitución de una dictadura y pueda rechazar su reforma debería ruborizar a cualquier sociedad democrática
Chile mantiene hasta hoy vigente la Constitución que impuso la dictadura en 1980. Iniciales y tímidas reformas en 1989, luego del plebiscito que sacó a Pinochet de la casa de Gobierno (mas no de la jefatura del Ejército), y, con mucho más cuerpo, reformas también en 2005, pero sin que nunca se haya podido reemplazar aquella Constitución. Lo intentó el segundo Gobierno de Michelle Bachelet, pero su propuesta, ingresada al Congreso Nacional en las postrimerías de su mandato, fue desahuciado luego por el siguiente residente, Sebastián Piñera, quien mostró en esto ...
Chile mantiene hasta hoy vigente la Constitución que impuso la dictadura en 1980. Iniciales y tímidas reformas en 1989, luego del plebiscito que sacó a Pinochet de la casa de Gobierno (mas no de la jefatura del Ejército), y, con mucho más cuerpo, reformas también en 2005, pero sin que nunca se haya podido reemplazar aquella Constitución. Lo intentó el segundo Gobierno de Michelle Bachelet, pero su propuesta, ingresada al Congreso Nacional en las postrimerías de su mandato, fue desahuciado luego por el siguiente residente, Sebastián Piñera, quien mostró en esto su habitual falta de visión política.
Independientemente del proceso en que nos encontramos ahora, lo cierto es que el país lleva ya 42 años con la Constitución de una dictadura y que, si la nueva propuesta fuera rechazada en el plebiscito del 4 de septiembre próximo, podríamos llegar a enterar medio siglo con ella, un hecho que, cuando menos, debería ruborizar a cualquier sociedad democrática. Uno puede entender y aceptar que la democracia es una forma de gobierno que da un paso a la vez, pero en Chile, tratándose de materia constitucional, no hemos subido escalón a escalón, sino que nos hemos quedado largo tiempo pegados en el mismo peldaño.
En Chile somos lentos en asuntos institucionales. Como en la liga de fútbol local, hacemos mucho pase para el lado, también hacia atrás, cuidando la posesión del balón y buscando la complaciente seguridad del propio arco, sin avanzar hacia el que tenemos al frente. Pasaron 100 años antes de que fuera aprobada la legislación respectiva y fueron presentados en nuestro Parlamento los primeros proyectos de ley de divorcio. ¡100 años!
La Convención Constitucional que trabajó entre el 4 de julio de 2021 e igual fecha de este año hizo entrega de una propuesta de nueva Constitución, y ella es la que será plebiscitada dentro de menos de un mes. Difícil pronosticar un resultado, aunque lo más probable es que será estrecho, de manera que tanto en uno como en otro caso quedará tarea pendiente: si la propuesta es aprobada, habrá que proceder a su implementación y hacer ajustes a su texto en varias materias, y si fuera rechazada, será necesario empezar un nuevo proceso para sustituir la actual Constitución. Sustituir, reemplazar, porque pasó ya el tiempo de las meras reformas, hechas hasta ahora con una exasperante lentitud y el permanente veto de la derecha chilena, a la que, atendido el quórum que se exige para reformar sus capítulos más importantes, le ha bastado con tener en el Congreso Nacional un tercio más un voto de nuestros parlamentarios. Está bien que una Constitución fije un quórum supramayoritario para su reforma, ¿pero tan alto como 2/3 de los senadores y diputados en ejercicio?
El texto de la reciente propuesta divide las opiniones, particularmente en algunas materias sensibles. Una división cuyo dramatismo ha sido exagerado por ambos lados del espectro político nacional, olvidando que una sociedad abierta –y Chile lo es- se caracteriza por una gran diversidad de creencias, ideas, maneras de pensar, sentimientos, modos de vida, interpretaciones del pasado, visiones acerca del futuro, e intereses, los cuales –estos últimos- atendida la mala prensa de la palabra, suelen ser disfrazados de creencias, valores y otros palabras altisonantes.
Durante nuestro actual proceso constituyente se instaló la imagen de una nueva Constitución como “la casa de todos”, y creo que eso nos jugó una mala pasada. Nos tomamos muy al pie de la letra ese eslogan, sin advertir que, incluso si se piensa en una casa en la que habita una extensa familia, no todos los integrantes de esta la valorarán de la misma manera. También hemos exagerado en la aspiración a una imposible “unidad” nacional, en circunstancia de que todo lo más a que pueden aspirar las sociedades democráticas de nuestros días –que no es poco- consiste en una pacífica, tolerante y respetuosa convivencia. La tan mentada unidad, fuera del caso indeseable de una guerra, solo se produce cuando nuestra Selección Nacional de fútbol ingresa al campo de juego.
Habrá mucho trabajo constitucional luego del próximo plebiscito: si se impusiera el voto de aprobación a la propuesta, tomará años implementarla y tampoco será fácil concordar en los ajustes y cambios que necesita; y si lo hiciera el voto de rechazo, tendríamos que iniciar un nuevo proceso constituyente, muy probablemente confiado a nueva convención o asamblea constituyente.
Sin embargo, en cualquiera de los dos casos necesitaremos restaurar un buen entendimiento político entre sectores rivales, puesto que, de no hacerlo, continuaremos pegados en el mismo punto (en caso de ganar el Rechazo) o se dificultará mucho la aplicación del nuevo texto constitucional (si se impusiera el Apruebo). La política es una actividad de la que nunca han provenido los mejores sentimientos del corazón humano, pero nos hemos acostumbrado a que ella produzca muchas veces los peores. Después del 4 de septiembre, en uno u otro escenario, estaremos obligados a mejorar esos sentimientos y las acciones políticas que ellos inspiren. En ambos casos, el país necesitará un acuerdo político y social del que, en tiempos preelectorales, hemos carecido, como es natural, pero en un país no se puede vivir mucho tiempo en el clima crispado y hasta odioso que traen consigo las votaciones de cualquier tipo.
No espero tanto como el ambiente de 1989 y 1990, a raíz de los primeros cambios a la Constitución de 1980 y el inicio de la transición, pero sí algo parecido, y, desde luego, mucho más rápido.
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