Planes de domingo en Madrid

Me pasé a los planes nocturnos y tranquilos en casa y descubrí cómo era la capital a primera hora de la mañana un sábado o un domingo

Desde que llegué a Madrid, hace ya unos cuantos años, he vivido distintos planes de domingo. Recuerdo que al principio eran todos iguales: una resaca profunda, el sueño que iba de la cama al sofá, algo rápido para comer, un poquito de mal humor, conversaciones sobre lo extraño de la noche anterior, el sello medio borrado en la palma de la mano, mensajes en el teléfono de alguna desconocida que ya no te apetece conocer.

El cocido del charolés.RESTAURANTE CHAROLÉS

Un día perdido, no cabe duda, aunque con veinte años, una ciudad nueva y un ansia imparable por querer devorarlo todo una cree, y no se equivoca, que en la noche se encuentra lo que se pierde durante el día. Me aburrí pronto y la ciudad cambió para mí. Me pasé a los planes nocturnos y tranquilos en casa y descubrí cómo era la capital a primera hora de la mañana un sábado o un domingo. Limpia, abierta al mundo, silente, casi provocadora. Blanca, más blanca que una nube. Nos equivocamos: el momento perfecto para hacer algo que no queremos que sea descubierto es un sábado a las ocho de la mañana....

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Un día perdido, no cabe duda, aunque con veinte años, una ciudad nueva y un ansia imparable por querer devorarlo todo una cree, y no se equivoca, que en la noche se encuentra lo que se pierde durante el día. Me aburrí pronto y la ciudad cambió para mí. Me pasé a los planes nocturnos y tranquilos en casa y descubrí cómo era la capital a primera hora de la mañana un sábado o un domingo. Limpia, abierta al mundo, silente, casi provocadora. Blanca, más blanca que una nube. Nos equivocamos: el momento perfecto para hacer algo que no queremos que sea descubierto es un sábado a las ocho de la mañana. Bajo la luz nadie desconfía, ni duda, ni tiembla. Bajo la luz nadie miente.

Un día me fui sola a ver la obra de teatro para niños de un amigo en el Lara. La sesión era temprana y fui caminando desde Lavapiés. Me puse música y fui observando durante el camino: los barrenderos se deshacían de la suciedad de los nocturnos, algún que otro borracho volvía a casa sin ganas, mujeres mayores entraban en las parroquias, el bullicio previo se apagaba poco a poco y los ruidos de bares se transformaban en risas de niños. Otro Madrid se mostraba ante mí: aquel era un escenario paralelo que apenas duraría un par de horas más. Me gustó. Recuerdo que volví a casa y escribí un poema sobre aquel lugar blanco. Aquello me hizo ver las posibilidades de una ciudad en la que todo es posible.

Ahora no hay un domingo que no aproveche. Me gusta pasear por el Rastro al menos una vez al mes, descubrir algún tesoro, tomar algo en plena calle. También disfruto llevando a los perros a algún sitio: Madrid Río, el parque canino de El Retiro, la sierra si hay tiempo. Otros días nos inventamos excursiones y nos vamos con el coche a pasar la mañana a algún pueblo cercano. El otro día, por ejemplo, nos fuimos a El Escorial a comer en El Charolés, conocido por tener el mejor cocido del mundo, lugar imprescindible para quien quiera saborear de verdad esta ciudad.

En verano nos vamos al Manzanares y en invierno nos abrazamos juntos en un banco del barrio, entramos en algún museo para ver la exposición del mes y llamamos a nuestros amigos para inventarnos algún plan que puede acabar, como hace dos semanas, en una pista de baile a las cinco de la tarde. Así es Madrid: una ciudad encendida, de todos los colores. Madrid me mata.

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