Que nos dejen morir la muerte en paz

Ángel ayudó a morir por amor a su amor, es un héroe que ha bordeado ese neblinoso territorio que media entre la existencia y el abismo

Ángel Hernández, marido de María José, la mujer con una enfermedad terminal a quien ayudó a morir en su domicilio de Madrid.CARLOS ROSILLO

Ángel le dio a beber la muerte a su mujer, María José, por una pajita amarilla y alegre. Nunca sabes para qué van a servir las cosas. Probablemente los fabricantes imaginaron otros usos para esa pajita: el refresco que se toma un niño al que le están saliendo los dientes, un daiquiri en la playa del resort caribeño, aquella Nochevieja loca del año 2000. Qué tiempos.

Vi por ahí una foto antigua de Ángel y María José, con ese color desvaído que tienen las fotos entre los años 70 y 80, él tiene e...

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Ángel le dio a beber la muerte a su mujer, María José, por una pajita amarilla y alegre. Nunca sabes para qué van a servir las cosas. Probablemente los fabricantes imaginaron otros usos para esa pajita: el refresco que se toma un niño al que le están saliendo los dientes, un daiquiri en la playa del resort caribeño, aquella Nochevieja loca del año 2000. Qué tiempos.

Vi por ahí una foto antigua de Ángel y María José, con ese color desvaído que tienen las fotos entre los años 70 y 80, él tiene el pelo largo, ella una melena rizada, son jóvenes, se miran, se sonríen: el futuro acechaba, probablemente muy diferente del que ellos esperaban. Qué miedo da el futuro.

Nunca sabes, tampoco, para qué van a servir las vidas, dónde se van a torcer, cuándo se van a acabar. En este caso a través de la pajita no fluyó el té helado ni la horchata, sino el pentobarbital sódico, el veneno que guardaban hace años y que proporciona, según dicen, una muerte dulce, un irse poco a poco entre las brumas, un evaporarse hacia la incertidumbre o la nada. A María José, enferma de esclerosis múltiple, le dolía demasiado la vida y no quería soportarla más: la vida no es intrínsecamente buena, la vida no es sagrada, la vida puede ser infernal. Hay vidas que no valen la pena ser vividas.

Qué difícil elegir un momento para morir, decidir morir precisamente un 3 de abril de 2019, ese mes y no otro —Abril es el mes más cruel, dijo el poeta—, ese día y no otro, un miércoles para el que pronosticaban en Madrid sol y temperaturas algo más frescas de lo normal, al comienzo de la primavera y las terrazas, cuando Perséfone escapa de su rapto y todo florece.

Ángel ayudó a morir por amor a su amor. Me conmueven profundamente esas imágenes, me pregunto cómo será ese sentimiento bifronte de tener que dejar marchar a lo que más amas. La generosidad. Y me conmueven esas últimas palabras de Ángel: "A ver, dame la mano que quiero notar la ausencia definitiva de tu sufrimiento. Tranquila, ahora te dormirás enseguida". María se fue desde un sillón rojo, no se sabe a dónde.

Qué historias tan tristes y tremendas suceden en lugares tan normales, en un quinto piso más con estanterías de madera llenas de libros, y fotos viejas, y recuerdos, en una calle más de Valdezarza, un barrio más de una ciudad más, en el silencio que rodea la muerte por todos sus flancos.

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Ángel es un héroe que ha bordeado ese neblinoso territorio que media entre la existencia y el abismo. Llamó a la policía y, aunque los policías empatizaron, le detuvieron por presunto homicidio. Es la ley la que no empatiza. Cuando Ángel regresó a casa, la casa, la cama, ya estaban vacías. Ya que no nos dejan vivir la vida como queremos, al menos que nos dejen morir la muerte en paz.

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