Más allá de la M-30

Un viaje en cercanías a Aranjuez me cambio la forma de pensar en Madrid

Durante mi primer año en Madrid ansiaba el ruido, el bullicio, la aglomeración de las calles. Pensaba que la ciudad empezaba en La Latina y terminaba en Malasaña, pasando por Gran Vía y reposando en Chueca. ¿Quién querría explorar más allá con todo lo que esos lugares ofrecen?

Lo único que les faltaba a aquellos barrios era eso de lo que precisamente venía huyendo: la quietud, la prudencia, el comedimiento. Quería despreocupación, indiscreción, alboroto. Quería ver a gente que vistiera diferente, que hablara de otra manera, que no tuviera reparos en dejarse ver. Quería escuchar otras co...

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Durante mi primer año en Madrid ansiaba el ruido, el bullicio, la aglomeración de las calles. Pensaba que la ciudad empezaba en La Latina y terminaba en Malasaña, pasando por Gran Vía y reposando en Chueca. ¿Quién querría explorar más allá con todo lo que esos lugares ofrecen?

Lo único que les faltaba a aquellos barrios era eso de lo que precisamente venía huyendo: la quietud, la prudencia, el comedimiento. Quería despreocupación, indiscreción, alboroto. Quería ver a gente que vistiera diferente, que hablara de otra manera, que no tuviera reparos en dejarse ver. Quería escuchar otras cosas, beber en bares distintos, cambiar de planes sin moverme del sitio. Quería empezar el día sin saber cómo iba a terminar, vivir la noche madrileña, no recordar nada al día siguiente.

Y eso hice durante una temporada.

Sin embargo, con el tiempo, permití que Madrid me acogiera y dejé de verla como una ciudad pasajera. Fue después de un viaje en cercanías a Aranjuez, de visita a un colegio al que íbamos Andrea Valbuena y yo a dar una charla. Me quedé fascinada con el verde de los arbustos que abrían el camino de la carretera. Estaba impresionada, pues nunca me había parado a pensar que existieran lugares así de bonitos y accesibles en la capital.

Desde luego, no se parecía en nada a la ciudad que yo conocía hasta ese momento.

Después de ese viaje, fui poco a poco olvidando el ansia por exprimirla y aprendía vivirla de otro modo: sin prisas, con cierto cuidado, incluso. Cambié la mirada y empecé a disfrutar más de los paseos que de los extremos del camino. De repente, existían otros barrios, un Madrid totalmente distinto. Había otras calles largas y extensas, con tiendas pequeñas de horario fijo que cerraban a su hora, árboles frondosos y protegidos, personas mayores haciendo la compra a paso lento. Había parques llenos de perros felices, un aire menos contaminado, bares clásicos con su menú del día por diez euros y sus parroquianos clavados en la barra.

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Madrid es mucho más que lo que hay dentro de la M-30. Es mucho más que una gran avenida llena de tiendas enormes, de restaurantes abarrotados, de atascos interminables.

No es justo reducirla a una maqueta sin personalidad donde solo destaca lo que se conoce. ¿Y qué hay de todo aquello que no está a la vista? No me cabe duda: los tesoros hay que buscarlos. Para mí, esta ciudad es un lugar ruidoso con rincones de silencio.

Cuando necesito compañía, piel, voz, sé qué sitios me acogen sin preguntas ni condiciones. Cuando quiero aislarme, me voy en búsqueda de todo lo que aún me queda por descubrir.

Madrid me mata.

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