Opinión

La batalla de los relatos

Los campos de batalla hoy están en las redes, donde se impone la descripción que se quiere dominante

El peñón de Gibraltar.John Nazca (REUTERS)

“¿Cómo que se quieren marchar? O sea, que como no aguantan más al gobierno de Rajoy, se largan de España y nos dejan tirados a los demás. ¡Menudos insolidarios!”. Ni el gracejo andaluz disimulaba el disgusto. Como si de un chiste se tratara, el vecino de La Línea de la Concepción mostraba su malestar con los catalanes cansados de España a los que reconocía su derecho a aspirar a una relación distinta. Pero no ahora. “Ayúdennos a echar al PP y luego nosotros les ayudamos a resolver su problema”, añadía entre risas y cervezas mientras buscaba la complicidad de quien le escuchaba para intentar co...

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“¿Cómo que se quieren marchar? O sea, que como no aguantan más al gobierno de Rajoy, se largan de España y nos dejan tirados a los demás. ¡Menudos insolidarios!”. Ni el gracejo andaluz disimulaba el disgusto. Como si de un chiste se tratara, el vecino de La Línea de la Concepción mostraba su malestar con los catalanes cansados de España a los que reconocía su derecho a aspirar a una relación distinta. Pero no ahora. “Ayúdennos a echar al PP y luego nosotros les ayudamos a resolver su problema”, añadía entre risas y cervezas mientras buscaba la complicidad de quien le escuchaba para intentar convencerle y así compartir la misma sensación de abandono.

Con la negociación del Brexit abierta en canal y la incertidumbre nadando en su abundancia, Miguel no las tiene todas consigo. Trabaja en Gibraltar y cruza todos los días la frontera para cumplir con sus obligaciones laborales. Como él, más de ocho mil personas que repiten el camino a diario temen por su futuro inmediato. Acabaron los tiempos de mejores salarios gracias a la diferente cotización de la moneda, de buenas condiciones a causa de factores diferenciales, de grandes facilidades que compensaban el cansancio del día de colas arbitrarias que la aduana española provocaba sin aparente causa racional.

Todo eso queda atrás. Entre los efectos de la crisis y el nuevo marco de relaciones con la Unión Europea que Londres está buscando, los españoles que tienen un pie a cada lado de la antigua verja viven entre intranquilos y expectantes. Saben que en el Peñón votaron masivamente contra la retirada pero que la decisión no les sirvió de nada. Se impuso la tesis contraria. Saben que los llanitos quieren ser ellos mismos pero que las nuevas circunstancias les están arrastrando hacia un territorio desconocido. Saben que su ciudad, La Línea, es lugar de paso, paro y droga y que si el vecino se ve obligado a darles la espalda sólo puede ir a peor. Es una realidad constatable en una de las dos únicas fronteras terrestres del Reino Unido. En la otra, Irlanda del Norte, auténtico calvario de la negociación, las cosas son distintas y mucho más complejas. El peso de los muchos y largos años de violencia cae sobre los recuerdos y alerta sobre las aspiraciones ahora inciertas. Todavía no se sabe si se verán truncadas o dinamizadas. Un desconcertante presente fruto de una victoria general del Brexit allí también rechazado.

El veinte aniversario del acuerdo de Viernes Santo hace que la historia observe los nuevos pasos mientras reclama su vigencia a través del relato generacional. El de los norirlandeses sigue intacto por la gravedad de las heridas y la sombra de la muerte, el de los gibraltareños por la necesidad de sobrevivir a una verja cerrada durante trece años y que ha dejado una cicatriz tan profunda que impide olvidar. Unos y otros mantienen vivos los recuerdos de épocas más recientes en la memoria que en el calendario. Y lo hacen a través de argumentos personales mucho más emocionales que los escritos en documentos oficiales y crónicas periodísticas.

Hay matices, claro, que tienen que ver con las aportaciones de los amigos y compañeros de fatigas y con la herencia familiar. Transmisión oral de vivencias y sensaciones. Activas, concretas, dolidas. Esto es un relato. Lo vemos también en cualquier sociedad convulsa a causa de la influencia de estos tiempos digitales. Una nueva época en la que la exposición inicial de una parte se ve alterada por la respuesta inmediata del contrario sin concesión ni piedad.

Los campos de batalla hoy están en las redes. Porque es allí donde se impone la descripción que se quiere dominante, la narración que se pretende convincente, los argumentos que se desean irrebatibles. Pero no lo son. Como nunca lo fue la propaganda, artífice primero e histórico de todo este magma tecnificado.

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En algo, no obstante, coinciden pasado y presente: en la confusión y las dudas que confluyen en quienes huyen de los bandos y pretenden tener una mirada personal. Martilleados por la guerra de relatos, intentan preservar su propia observación de los hechos tal y como los presenciaron y no dejarse influir por quienes se los quieren alterar desde sus trincheras. Sería injusto no reconocerle al independentismo catalán su capacidad de crear un relato idílico que el gobierno español tardó en contradecir. Al contrario, dejó que dominara la descripción del paisaje antes de la batalla. Ahora pasa al revés. Es a través de la visión judicializada del conflicto que se pretende una argumentación tan alejada de la realidad del uno de octubre como lo fue la arcadia feliz prometida por los líderes independentistas los meses anteriores. Sucede, no obstante, que lejos de neutralizarse estos dos relatos refuerzan las posiciones antagónicas. Y así seguiremos muchos meses más para lamento de todos.

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