Opinión

Derecha y heterodoxia nacionalista

Lo del nacionalismo catalán ha sido siempre la caza menor en comparación con la gran montería de la derecha española

El candidato de Junts per Catalunya, Carles Puigdemont, en Bruselas.JOHN THYS (AFP)

El 21-D ha dado a Junts Per Catalunya la victoria dentro del campo independentista. La llista del presidentse ha presentado ante sus electores como una fuerza difusamente progresista, a la que la fe en la independencia le ha permitido obtener indulgencia plenaria. Aunque el expresidente de la Generalitat lanzara su candidatura desde Bruselas con la etiqueta de proyecto de “centro liberal”, la desobediencia y las movilizaciones en Cataluña han creado un trampantojo progresista. Históricamente, aspirar a una legalidad nueva y verbalizar incomodidad con la vigente es una práctica del nac...

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El 21-D ha dado a Junts Per Catalunya la victoria dentro del campo independentista. La llista del presidentse ha presentado ante sus electores como una fuerza difusamente progresista, a la que la fe en la independencia le ha permitido obtener indulgencia plenaria. Aunque el expresidente de la Generalitat lanzara su candidatura desde Bruselas con la etiqueta de proyecto de “centro liberal”, la desobediencia y las movilizaciones en Cataluña han creado un trampantojo progresista. Históricamente, aspirar a una legalidad nueva y verbalizar incomodidad con la vigente es una práctica del nacionalismo moderado o conservador. Ha habido, eso sí, gradaciones desde su primigenia encarnación pujolista. El nacionalismo ha sido la gran heterodoxia de la derecha catalana que le ha permitido desdibujar su posición en las coordenadas derecha-izquierda.

Junts per Catalunya no ha cumplido uno de los axiomas del conservadurismo consistentes en ser discretos al decidir ignorar o transgredir las leyes. Esa es una de las grandes virtudes políticas de la derecha: simular una cosa y hacer exactamente la contraria, sin que se note el cuidado. El Partido Popular, por ejemplo, ejerció entre 2009 y 2013 nada menos que la acusación popular en el caso Gürtel. La Audiencia Nacional acabó expulsando a la formación de Mariano Rajoy del sumario del caso al considerar que existía fraude procesal, pues el PP más bien actuaba como parte coadyuvante en la defensa de los imputados y militantes del partido.

Las cosas van allá. La fiscalía, que goza de tanta autonomía cuando de los políticos del procés se trata, se opuso a sentar en el banquillo de los acusados al PP (el partido propiamente dicho) y a tres imputados por la concienzuda destrucción de los ordenadores de Luis Bárcenas. Conceptos como ministerio público y acusación popular cobran una laxitud insospechada cuando la derecha los maneja con ese donaire que le es congénito. El guion exige, eso sí, que cada decisión de estas características vaya acompañada de una declaración en la que se asegura acatar y respetar leyes y decisiones judiciales. La derecha española está acostumbrada a moverse por las dependencias del Estado como por su casa y le molesta ser contrariada. De vez en cuando, cuando las urnas lo hacen ineludible, lo arrienda temporalmente a la izquierda, pero siempre dejando claro quién es el propietario.

En Cataluña, en menor escala, ha sucedido históricamente otro tanto con la derecha nacional. La vieja Convergència se confundía con la Generalitat. Cuando el tripartito de izquierdas acabó en 2003 con 23 años de hegemonía pujolista era como “si te entran en casa y te revuelven los armarios”, en expresión de la ex primera dama Marta Ferrusola. La normalidad catalana consistía en tener un Gobierno nacionalista conservador, capaz de infidelidades con el PP o el PSOE pero siempre guardián de las esencias de la ortodoxia de la catalanidad. Y todo ello a pesar de la testarudez de los hechos. Se intentaron componendas con el poder judicial: ahí está el juez prevaricador Luis Pascual Estevill, elevado a los altares del poder judicial a propuesta de Convergència y luego condenado por soborno, extorsión, detención ilegal y prevaricación.

Pero la derecha catalana no pasó nunca de ser el inquilino amable y buen pagador de un pequeño piso del edificio del Estado. Lo del nacionalismo catalán ha sido siempre la caza menor en comparación con la gran montería de la derecha española. Y sucedió lo que muchos no creyeron nunca que pasaría: ver a los herederos de gentes catalanas de orden desobedeciendo abiertamente las leyes con el procés. Ahí está Puigdemont en Bélgica desafiando al Estado, montando una plataforma que ha obtenido 34 diputados —segunda fuerza política— de los que solo alrededor de una quincena militan en el PDeCAT. El partido se ha quedado en la cuneta en beneficio del movimiento, en la mejor tradición presidencialista de Jordi Pujol. Ni la vicepresidenta del PDeCAT, Neus Munté, ni la coordinadora general de la formación, Marta Pascal, participaron en los principales actos de campaña.

La operación ha sido magistral. ERC ha perdido su gran oportunidad de hacerse con la hegemonía soberanista y se ha sido eclipsada por ese centro-derecha que parecía muerto por el 3%. La revolució dels somriures va a la aventura independentista con seny. Y es que en logro de indulgencias, la derecha catalana le saca muchos cuerpos de ventaja a la española. Ni corrupción, ni recortes en gasto social le han pasado factura. La independencia y la desobediencia han redimido a los herederos de Convergència de todos sus pecados.

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