Opinión

Las cajas de resonancia

¿Poner a Mas al nivel de Rajoy es un escándalo? ¿Olvidan en el PDeCAT que a Mas se lo cargó la CUP con su consentimiento?

Fragmento del cartel de campaña de la CUP para el referéndum del 1 de octubre

A medida que se acerca el 1 de octubre la impermeabilidad de los discursos de uno y otro lado se hace más evidente. Como ha dicho Cass Sustein, vivimos en un mundo en que “cada cual puede crear su propio universo comunicacional” cuando la democracia y la libertad exigen “estar expuestos a las experiencias que nosotros no hemos seleccionado”. La comunicación política se hace crecientemente cacofónica. Los ciudadanos se reafirman delimitando conforme a sus deseos los inputs que reciben. Y se crean así una especie de cajas de resonancia en las que se repiten una y mil veces las mismas co...

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A medida que se acerca el 1 de octubre la impermeabilidad de los discursos de uno y otro lado se hace más evidente. Como ha dicho Cass Sustein, vivimos en un mundo en que “cada cual puede crear su propio universo comunicacional” cuando la democracia y la libertad exigen “estar expuestos a las experiencias que nosotros no hemos seleccionado”. La comunicación política se hace crecientemente cacofónica. Los ciudadanos se reafirman delimitando conforme a sus deseos los inputs que reciben. Y se crean así una especie de cajas de resonancia en las que se repiten una y mil veces las mismas cosas, dando cada vez menos espacio de entrada a los mensajes que los contradicen o a los intentos de confrontarlos con el principio de la realidad. Sabemos que la política es fundamentalmente lucha por el reparto del poder y que su lenguaje es el de las relaciones de fuerzas. Pero hay que saber operar también en el campo de la hegemonía ideológica, moviéndose en la complejidad del deseo, del juicio moral y del conocimiento de la realidad (la verdad concreta de las cosas) y el ensimismamiento ideológico no es la mejor perspectiva para moverse en estos terrenos.

Las situaciones se encapsulan cuando dos posiciones se enfrentan sin escucharse ni apenas mirarse, encerrada cada parte en sus reiterativos argumentos. Y en este punto estamos en la cuestión catalana. Ya nada de lo que dicen unos y otros es relevante por sabido y repetido, desde los fundamentales hasta los más pequeños detalles. Basta recordar, como ejemplo, las bases de partida de unos y otros: la sacralización de la legalidad vigente y las apelaciones al peso de la ley solo transmiten impotencia política y utilización de las instituciones en beneficio propio aun a costa de degradarlas; y las apelaciones a un hipotético derecho fundamental universal que regiría por encima de la Constitución y la legislación vigente pueden ser útiles para la confrontación ideológica pero es de limitado recorrido en la práctica.

El Gobierno español ha aceptado el envite de la Generalitat: todo queda en función de lo que ocurra el 1 de octubre. Esta fase de acción-reacción (tú propones, yo activo la justicia, sin voluntad alguna de encontrarnos) se funda en un sobrentendido que los dos bloques comparten: que el 1 de octubre, para decirlo en lenguaje coloquial, no pasará gran cosa. Es decir, que no será el momento fundacional o terminal de nada, sino simplemente el final de otra etapa en una querella crónica. El soberanismo aspira a una victoria a los puntos (de imagen y de legitimidad) y el Gobierno español sueña con un triunfo por anestesia legal continuada que deje al independentismo aturdido durante una larga temporada. La prueba del 1 de octubre ha sido aceptada por ambas partes como una especie de destino, ante la desidia política del Gobierno español y los límites del soberanismo en el juego de las relaciones de fuerzas.

Las apuestas unitarias basadas en presuntos principios superiores (la unidad sacrosanta de la patria española o el bien superior de la nación catalana) necesitan de liderazgos fuertes y de momentos de tensión. Si los liderazgos flaquean por autoridad insuficiente, como en el caso de Rajoy, o por dualidad manifiesta, en el tándem Puigdemont-Junqueras, las cacofonías se hacen difíciles de sostener, entre otras cosas porque el juego de intereses entre socios muy diversos acaba emergiendo entre las ficciones de los valores superiores. A Rajoy le cuesta más que antes mantener la unidad de las fuerzas políticas contra el soberanismo, entre otras cosas porque es difícil conseguir adhesiones sin propuesta política alguna. Y la CUP, a medida que se acerca el 1 de octubre, está rompiendo la monotonía del soberanismo con efectos directos sobre el eslabón más débil de la cadena: el PDeCAT que tiene la complicada función de garantizar a los sectores más moderados del soberanismo que no pasará nada que ponga en riesgo la tranquilidad social. La CUP necesita no ser engullida por el proceso y por eso levanta la voz. ¿Poner a Mas al nivel de Rajoy es un escándalo? ¿Olvidan en el PDeCAT que a Mas se lo cargó la CUP con su consentimiento?

Otro acontecimiento que ha roto la monotonía ha sido la crisis de gobernabilidad del aeropuerto de Barcelona. ¿Quién manda ahí? La insoportable dejadez del Estado y la impotencia de la Generalitat invitan a poner de nuevo un memorial de agravios sobre la mesa.

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