Opinión

¿Podré desobedecer también?

Que la autoridad que ejerza un poder público determine, desobedeciendo a las leyes, qué es lo justo, nos retrotrae a viejos tiempos predemocráticos

Compro EL PAÍS del lunes y me sorprendo con un titular de portada: Desobedeceremos las leyes que nos parezcan injustas. ¿Quién ha pronunciado esta frase? Ada Colau, probable nueva alcaldesa de Barcelona. Voy a las páginas de interior para cerciorarme de que los términos de la portada sean exactamente los mismos que los de la entrevista. Pues bien, aún son más contundentes: “Si hay que desobedecer leyes injustas, se desobedecen”. Veamos.

Yo no sé si Ada Colau es consciente de lo que dice, me temo que no. Desde un punto de vista democrático, se puede contraponer ley a justicia, e...

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Compro EL PAÍS del lunes y me sorprendo con un titular de portada: Desobedeceremos las leyes que nos parezcan injustas. ¿Quién ha pronunciado esta frase? Ada Colau, probable nueva alcaldesa de Barcelona. Voy a las páginas de interior para cerciorarme de que los términos de la portada sean exactamente los mismos que los de la entrevista. Pues bien, aún son más contundentes: “Si hay que desobedecer leyes injustas, se desobedecen”. Veamos.

Yo no sé si Ada Colau es consciente de lo que dice, me temo que no. Desde un punto de vista democrático, se puede contraponer ley a justicia, entendiendo por ley aquel mandato de un poder democrático y por justicia las ideas individuales, propias, sobre aquello que es justo o injusto. Podemos pensar, pues, que una ley es injusta. Ahora bien, como ciudadanos debemos, primero, cumplirla y, segundo, intentar que se cambie ejerciendo toda nuestra influencia política mediante el ejercicio de nuestros derechos: libertad de expresión, reunión, manifestación, asociación, voto en la elecciones. Si logramos cambiarla, muy bien. Si no es así, aguantar y seguir cumpliéndola. Esto es la democracia: nuestra opinión individual no puede imponerse a una decisión colectiva legitimada tras un proceso democrático.

Pero si esto es así para los ciudadanos, lo es mucho más para los poderes públicos. Que un ciudadano infrinja una ley, cosa muy frecuente, no pone en peligro el orden en la sociedad, ni atenta a la seguridad jurídica general. Ahora bien, si las autoridades públicas anuncian que van a desobedecer las leyes, el desorden social está garantizado: si los de arriba están decididos a desobedecer, los de abajo no están obligados a cumplir, ni siquiera, por supuesto, los mandatos del poder emanados de la desobediencia a las leyes.

Si las autoridades públicas anuncian que van a desobedecer las leyes, el desorden social está garantizado

No crean con ello que posiciones como la mía, que creo son las de quien respeta un Estado democrático de derecho, son partidarias del orden social establecido, es decir, sólo pretenden preservar este orden. No es así, al menos en mi caso. Muchas situaciones quiero modificar que, desde el punto de vista ético, me parece un puro desorden. Ahora bien, como demócrata creo que nos hemos dado un sistema en el cual es básico observar los procedimientos para cambiar las leyes, que estos procedimientos son esenciales, aunque no sean lo único esencial de una democracia. Por tanto, no respetarlos es, sencillamente, ser autócrata, lo contrario de demócrata.

Este es el otro punto que quizás la señora Colau ignora. Su frase no sólo no es propia de una demócrata sino que nos conduce a una concepción rancia y antigua, la de antes del siglo XVIII, sobre lo que es justo. En la Edad Media, lo “justo” era determinado por la Iglesia y sus teólogos; en la Edad Moderna, en las monarquías absolutas, por el rey siguiendo, en lo que le interesaba, la doctrina católica. Los carlistas se enfrentaron a los liberales, en el siglo XIX, por estas razones: frente a la ley de los revolucionarios franceses, en teoría la ley del pueblo, sostenían sólo la validez de la ley natural, la de la doctrina católica promulgada por el Rey. Sólo ella era la ley justa.

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La doctrina democrática nació de la idea de contrato: los hombres (entendidos como conjunto del género humano), libres e iguales por naturaleza, establecían un pacto por el que creaban un Estado cuya única misión era garantizar su libertad e igualdad individual. Este Estado ejercía su poder mediante leyes, es decir, unos mandatos elaborados y aprobados por los representantes de los hombres reunidos en asamblea. Por tanto, la soberanía, el poder supremo, dejaba de residir en el Rey o en la Iglesia, y pasaba a residir en el pueblo, que se expresaba mediante las normas jurídicas aprobadas por los parlamentos representativos, las cuales determinan qué es lo justo. Frente a la justicia del derecho natural antiguo, absolutista, esta es la justicia del derecho positivo moderno, democrático. Hemos convenido que, mientras no se cambie, lo justo es la ley.

Esta es, en apretadísima síntesis, el proceso mediante el cual se ejerce el poder en una democracia. Que la autoridad que ejerza un poder público determine, desobedeciendo a las leyes, qué es lo justo, nos retrotrae a estos viejos tiempos predemocráticos. ¡Cuidado con las palabras! Casi siempre son el disfraz de una mentalidad. Si usted es alcaldesa, señora Colau, ¿yo también podré desobedecer la ley, caso de que me parezca injusta?

Francesc de Carreras es profesor de Derecho Constitucional

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