Madrid Forastero / Inglaterra

De Wellington a The Beatles

María Tudor, esposa de Felipe II, y Carlos Estuardo, el príncipe gorrón, dos exponentes del afecto inglés por lo español

La embajada inglesa está en las Cuatro Torres. samuel sánchez

La pérfida Albión, como acostumbraban denominar a Inglaterra desde la España imperial, muestra en Madrid relevantes rasgos de sus gentes, sus costumbres y su civilización. Desde lo alto de una de las cuatro atalayas de Chamartín, Torre Espacio, sede hoy de tres misiones diplomáticas de los países de la Commonwealth con el Reino Unido a la cabeza, los británicos establecidos en Madrid que realizan allí alguna gestión pueden divisar en lontananza parte el césped de algunos estadios, como el Santiago Bernabéu: es cátedra mundial del deporte del fútbol, importado hasta España por sus pred...

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La pérfida Albión, como acostumbraban denominar a Inglaterra desde la España imperial, muestra en Madrid relevantes rasgos de sus gentes, sus costumbres y su civilización. Desde lo alto de una de las cuatro atalayas de Chamartín, Torre Espacio, sede hoy de tres misiones diplomáticas de los países de la Commonwealth con el Reino Unido a la cabeza, los británicos establecidos en Madrid que realizan allí alguna gestión pueden divisar en lontananza parte el césped de algunos estadios, como el Santiago Bernabéu: es cátedra mundial del deporte del fútbol, importado hasta España por sus predecesores ingleses -inventores del balompié- más precisamente, a las viviendas de ingenieros de las minas gestionadas por ingleses en la onubense Riotinto.

También cabría descubrir desde allí arriba, en la parte alta de la calle de Alcalá y junto a la zona occidental de la Quinta de los Bauer, la primera cancha de tenis sobre césped —juego patentado como británico—, construida en Madrid en los albores del siglo XX. Hacia Poniente, el turf del hipódromo de La Zarzuela, se ofrece a la vista como una deslizante pincelada de verdor, ahora abierto al público, tras haber superado décadas atrás un defecto estructural que llenó su subsuelo de topillos. El ingeniero Eduardo Torroja inmortalizó las instalaciones con una soberbia marquesina. Al igual que el fútbol y el tenis, la hípica cobró su primer empuje y su mejor esplendor en las Islas Británicas.

Una reina enamorada

De allí, más precisamente de Greenwich, era la reina María Tudor, hija del obeso jugador de tenis a mano, Enrique VIII, y de la alcalaína Catalina de Aragón, hija de los Reyes Católicos. Tras observar un retrato surgido del pincel de Antonio Moro, María, loca de amores, quiso desposarse con su retratado, un entonces jovial y rubio Felipe II, el mismo monarca que en 1561 instalaría la capital de los reinos de España en un Madrid a la sazón imperial y también provinciano.

María y Felipe se casaron; pero tan solo convivieron unas semanas. Un nieto de Felipe II, también rey, felipe IV, alojaría en Madrid durante meses al gorrón Príncipe de Gales, Carlos Estuardo, que galanteaba a una hermana del monarca español con miras a desposarla. Tras vivir el príncipe a cuerpo de rey, agasajo tras agasajo en fastuosas veladas repletas de regalos, guiños y banquetes junto con su fiel duque de Buckingham, el futuro rey de Inglaterra se abrió, marchóse y no hubo nada. Bueno, sí: años después —tras ser retratado por el genial Antón van Dyck, a punto éste de ser fichado como pintor de la Corte de Madrid—, el ya rey, Carlos I, altanero y desafiante frente a un Parlamento vivaz con él indignado, sería destronado y decapitado en 1649 durante la revolución republicana de Oliverio Cromwell, lord Protector.

Precisamente, Anthony Ascham, embajador de las nuevas autoridades republicanas inglesas, enviado en junio de 1650 en misión oficial a Madrid, sería asesinado por cinco sicarios de la realeza británica en la calle de Caballero de Gracia, no lejos de la calle del Príncipe, donde se alza aún hoy un templo para los católicos ingleses, cuyos correligionarios españoles consiguieron impedir entonces la ejecución de algunos asesinos del embajador.

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Retrato de Lord Wellington.

En 1700, al morir en el Alcázar de Madrid sin descendencia el rey español Carlos II de Habsburgo, apodado El Hechizado, se abrió la fronda sucesoria dinástica de la Corona de España. Los ingleses se alinearon con el archiduque de Austria, Carlos, frente al pretendiente Borbón Felipe V, apoyado por Francia. Surgió una guerra civil, a escala también europea, con Madrid como epicentro. El Archiduque llegó a las puertas de la ciudad y los publicistas ingleses, sus aliados, llenaron Europa de láminas en las que el pretendiente austracista navegaba por el río Manzanares en posse mayestática: la escena jamás ocurrió, pues Carlos de Habsburgo se retiró inmediatamente de la ciudad; por otra parte, el Manzanares entonces nunca fue navegable de aquella guisa.

Bronca entre genios

Casi un siglo después de aquel bluff, en 1809, centenares de oficiales y varios miles de soldados británicos se situaron junto a los españoles para echar a Napoleón de la Península Ibérica, cosa que contribuyeron grandemente a conseguir por su valor militar, su arrojo y por la sabia conducción de sus aguerridas tropas por sir Arthur Wellesley, lord Wellington, colmado luego de honores por Fernando VII. Pese a llevarse por delante la artillería del Sire la Real Fábrica de Cerámicas del Retiro —competencia de las de Wedgeworth—, durante sus operaciones militares para desalojar a los franceses del parque madrileño, talado sin piedad por estos, Francisco de Goya, por encargo del rey Fernando, se dispuso a retratar el victorioso duque.

Amigo de lady Holland embajadora inglesa en Madrid y excelsa jardinera —amiga a su vez de Cayetana La Maja duquesa de Alba— Goya se retrasó al parecer en la hechura del retrato áulico del lord, por lo que el flamante duque de Ciudad Rodrigo entró en cólera, sobre la cual igualmente montó el pintor maño, experto cazador: la cosa estuvo a punto de terminar a tiros entre ambos genios del arte y de la guerra, respectivamente, de no ser desenzarzados ambos, a empellones, por testigos de la bronca.

George Borrow, conocido como don Jorgito, recorrió España y cruzó por Madrid entre 1836 y 1840 vendiendo biblias anglicanas sin notas añadidas. Las andanzas españolas de Borrow, fueron prologadas y traducidas un siglo después por Manuel Azaña, futuro presidente de la Segunda República. Por cierto, la iglesia anglicana de San Jorge de la calle de Núñez de Balboa esquina a la de Hermosilla es una joya de arte neomudéjar, neorrománico y neogótico anglicano ideada por el arquitecto Teodoro Anasagasti en 1925, potente expresión de la presencia inglesa en Madrid.

Transcurridas tres décadas de aquel histórico rifirrafe entre el pintor aragonés y el general isleño, los militares ingleses volvieron a la carga en España y se aliaron con el carlismo, alzado en armas este movimiento ultraconservador contra la reina regente María Cristina, forzada proclive a los liberales. El pretendiente tradicionalista, Carlos María Isidro de Borbón, hermano de Fernando VII, también estuvo a punto de entrar en Madrid con la ayuda de los publicistas británicos, sin conseguirlo.

Si el veedor encaramado en la gran torre madrileña donde reside la Embajada del Reino Unido otea el horizonte, descubrirá a lo lejos los raíles de muchos de los numerosos trenes que surcan el perímetro y la entraña de la ciudad. Fue a los trenes, tranvías, trolebuses y autobuses de Madrid a donde acudió el capital inglés en los años de la revolución industrial y fechas posteriores, con una plétora de ingenieros, mecánicos, investidos del sentido práctico de las Islas, si bien su número no lograría nunca superar el de los importadores ingleses de vinos y jereces españoles.

Ya en el primer tercio del siglo XX, jóvenes proletarios, poetas, novelistas y artistas británicos, en número de 2.500, figuraron entre los primeros en incorporarse a las Brigadas Internacionales, cuando Madrid se hallaba a punto de caer en manos del fascismo, a partir del verano de 1936. Periodistas y escritores, como George Orwell o Ralph Fox, combatieron contra Franco. El coraje combativo de aquellos muchachos quedó patente en los frentes madrileños del Jarama y Brunete, entre otros escenarios bélicos, donde muchos de ellos dejaron sus vidas bajo el fuego aéreo de cazas, bombarderos y tanques alemanes e italianos, como en el otro lado lo hicieran soldados de infantería del entonces Marruecos colonial español que apoyaban a los golpistas.

Pertinaz espionaje

Autorretrato del espía anglo-español Tomás Harris.

Durante la posguerra española y la Segunda Guerra Mundial, Madrid fue escenario de un pertinaz espionaje mutuo entre nazis y aliados, de intensidad desbocada. La cervecería El Águila, en Correos, y Embassy, de Castellana esquina a Ayala, fueron dos de los descansaderos de los agentes secretos. Fue el hijo de un anticuario londinense establecido en Fuencarral y de una gitana española, el pintor especialista en Francisco de Goya Tomás Harris —que llegaría a ser patrón del Museo del Prado— quien desde Madrid y Londres teledirigió al espía doble catalán afincado en Madrid, Juan Pujol García, alias Arabel y alias Garbo.

Empleado del hotel Majestic de la calle de Velázquez, con engaños calculados Pujol penetró en el servicio secreto militar alemán; viajó a Inglaterra para operar desde allí supuestamente por la causa nazi, pero se ofreció a los aliados y, tras inventarse una red ficticia de 26 colaboradores filonazis, filtró durante varios años información veraz —pero inocua— a Hitler, al que logró engañar sobre el desembarco de Normandía, pese a habérselo anunciado seis horas antes: su enredo facilitó el arranque de la reconquista militar de la Europa occidental en manos de los nazis, ya arrebatada por los rusos en Stalingrado, en Europa oriental, desde casi dos años antes. También Kim Philby, espía a favor de la URSS y amigo de Tomás Harris, estuvo en Madrid tras la Guerra Civil, contienda que había cubierto informativamente para la prensa conservadora inglesa como tapadera de sus actividades de espionaje.

Revolucionaria sería la actuación en Madrid, en el verano de 1963, del grupo The Beatles, en la plaza de toros de Las Ventas y, dos décadas después, la primera de las de The Rolling Stones en el estadio Vicente Calderón. Desde entonces, la influencia cultural inglesa en Madrid, que arrancó a finales de los años 60 del siglo XX con el bautismo de la calle de Don Ramón de la Cruz como Moncho Street, con comercios de ropa y de discos en clave psicodélica, propició el paulatino desplazamiento de la lengua francesa como exponente del idioma moderno en el habla de los jóvenes, luego en las aulas y, a la postre, como referencia cultural prioritaria. La lengua inglesa, hasta entonces considerada mero habla de comerciantes o técnicos, la sustituyó con creces. Su foco de irradiación fueron los cursos prácticos del Instituto Británico, buque insignia cultural inglés en la calle de General Martínez Campos de Madrid.

Como dato curioso, la capital madrileña es al parecer la ciudad del mundo donde el atuendo femenino ha incluido, durante décadas, más faldas escocesas que el propio Edimburgo, al decir de numerosos sastres. El número de pubs, sustantivo procedente de public house, la forma de ocio social y tabernario a escala inglesa, ha sido desde entonces creciente y el disfrute de las pintas, exponencial: el pub Dickens, lugar de reunión bajo el franquismo de periodistas y escritores de izquierda, situado en la calle de Maldonado, llegaría a ser apodado La hoz y el Martini.

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