Opinión

La ley Montoro o el ataque a lo común

Solo desde la proximidad se puede abordar los graves problemas sociales a los que nos enfrentamos

Ante la agresión generalizada a las condiciones de vida de la ciudadanía, ¿cuál es el papel de las instituciones? Hasta ahora, lo que vemos es que el gobierno del Estado se apunta sin prejuicios a la administración de la austeridad, convirtiendo el problema en oportunidad. Un gobierno de “números uno” en oposiciones variopintas, nos alecciona sobre emprendeduría, innovación e iniciativa empresarial, mientras sigue manteniendo privilegios y trámites burocráticos que aseguren la continuidad de espacios de intermediación que no aportan valor alguno.

Al mismo tiempo, usa sus resortes de pod...

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Ante la agresión generalizada a las condiciones de vida de la ciudadanía, ¿cuál es el papel de las instituciones? Hasta ahora, lo que vemos es que el gobierno del Estado se apunta sin prejuicios a la administración de la austeridad, convirtiendo el problema en oportunidad. Un gobierno de “números uno” en oposiciones variopintas, nos alecciona sobre emprendeduría, innovación e iniciativa empresarial, mientras sigue manteniendo privilegios y trámites burocráticos que aseguren la continuidad de espacios de intermediación que no aportan valor alguno.

Al mismo tiempo, usa sus resortes de poder para favorecer a quiénes tienen hilo directo con el poder, en el más viejo estilo de “como está lo mío”. En ese contexto, la amenaza de la llamada “ley de racionalidad y sostenibilidad de la Administración Local”, aprobada hace unos meses, empieza a adquirir tintes de extrema gravedad. La “ley Montoro” es justamente lo contrario de lo que enuncia en su título: es irracional y conduce a la insostenibilidad de lo que en ella se califica de “administración local” y que realmente debería denominarse “gobierno local”. En su enunciado se dice sin ambages lo que se pretende: “garantizar un control financiero y presupuestario más riguroso y favorecer la iniciativa económica privada evitando intervenciones administrativas desproporcionadas”. Se apuesta por reforzar instituciones como las Diputaciones, de dudosa representatividad democrática y con mecanismos de control y de transparencia en su funcionamiento manifiestamente mejorables. Más de dos mil municipios de toda España y de todos los colores políticos han presentado un recurso contra la ley. Bajo la excusa de la deuda se quieren suprimir entidades que nada tiene que ver con el derroche y que, al revés, son garantía de la sostenibilidad futura de las comunidades locales.

Justo cuando necesitaríamos más y mejor capacidad de gestión de los espacios institucionales más cercanos a la ciudadanía, nos encontramos con una norma que establece que la racionalidad está en la lejanía. Cuanto más se predica la innovación social y la capacidad de agencia autónoma de la gente, el gobierno del PP se enroca en que la solución está en el entramado de intereses mercantiles y burocráticos en el que tratan de blindarse. Necesitamos innovaciones en las forma de gestionar lo público, pero la respuesta es: o la burocracia o el mercado. Y esto tiene, entre otras, dos manifestaciones claras: intento de supresión de bienes comunales y reducción total de la capacidad de respuesta a los efectos del cambio de época por parte de los gobiernos locales.

La ley anula del todo o en gran parte la capacidad de los Concejos, de las Juntas Vecinales, de las Entidades Locales Menores, en la gestión del territorio. Es un disparate. Estamos hablando de centenares de entidades, de más de mil en León, de más de quinientas en Cantabria, de más de trescientas en Navarra o el País Vasco. Y de cifras significativas en Galicia o Cataluña. Se permite que, a partir de ahora, las diputaciones o los ayuntamientos más grandes utilicen esos espacios comunales para vender derechos de explotación de tierras, bosques, recursos mineros o cualquier otro recurso común para situarlo en la esfera mercantil. Estamos hablando de recursos, de millones de hectáreas, cuya gestión comunal tiene sus orígenes en la Edad Media y que ahora quieren situarse en el mercado. Un nuevo cercamiento, una expropiación de bienes comunes en toda regla con la excusa de que así se ahorran unos costes valorados en 70 millones de euros, según los cálculos del propio gobierno. El informe de Ecologistas en Acción afirma: “Algunas voces señalan que el estado se podría embolsar 21.000 millones de euros si vende las 3,5 millones de hectáreas de tierras comunales…Pero esas tierras no son de ningún Gobierno, sino de los pueblos y de las gentes que los habitan. No son una mercancía, sino la base de nuestra cultura, de nuestra identidad colectiva, de multitud de actividades agrarias…y en definitiva de nuestra riqueza común”. (http://www.ecologistasenaccion.org/IMG/pdf/informe_jornadas_rurales.pdf).

Por otro lado, se trata de cercenar toda actuación de los gobiernos locales considerada como “impropia”, es decir, que se salga de la pauta subsidiaria y periférica que se atribuye a “lo local”. Todo ello en momentos en que solo desde la proximidad se puede abordar, sin bloqueos competenciales y sin que a nadie se le caigan los anillos por colaborar entre entidades del tercer sector e instituciones, los graves problemas sociales a los que nos enfrentamos. Los ejemplos en muchos municipios catalanes son legión. El centralismo no es ajeno a la forma de administrar Cataluña. Nos quejamos de Madrid, pero aquí se cae en vicios parecidos. Más confianza institucional en lo local, y más desconfianza y control ciudadano en la proximidad.

Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política e investigador del IGOP de la UAB.

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