Opinión

La injusticia universal

La orden de captura internacional tenía la fuerza de ser un reproche ético y democrático de alcance mundial

La justicia universal exige que no queden sin castigo los crímenes más graves contra la humanidad. Los estados deben asegurar que sean efectivamente sometidos a la acción de la justicia los culpables de esos gravísimos crímenes. No debe haber lugar ni tiempo de impunidad ni de perdón para ellos. Este es el espíritu de la jurisdicción universal, plasmado en distintos convenios a partir de la Segunda Guerra Mundial, como expresión de la solidaridad ética y democrática que se pretendía instaurar en el mundo entero.

Con este espíritu se crearon los tribunales internacionales para juzgar los...

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La justicia universal exige que no queden sin castigo los crímenes más graves contra la humanidad. Los estados deben asegurar que sean efectivamente sometidos a la acción de la justicia los culpables de esos gravísimos crímenes. No debe haber lugar ni tiempo de impunidad ni de perdón para ellos. Este es el espíritu de la jurisdicción universal, plasmado en distintos convenios a partir de la Segunda Guerra Mundial, como expresión de la solidaridad ética y democrática que se pretendía instaurar en el mundo entero.

Con este espíritu se crearon los tribunales internacionales para juzgar los crímenes de guerra y los genocidios de Ruanda y de Yugoslavia en 1993 y 1994. Con este espíritu, en 1998, se firmó el Estatuto de Roma que creó el Tribunal Penal Internacional (TPI) como jurisdicción complementaria de las jurisdicciones nacionales. Los 139 estados firmantes del Estatuto de Roma se comprometieron a juzgar a los responsables, o a aportar pruebas y a entregarles cuando los juzgue el TPI. Pero hay 54 estados miembros de las Naciones Unidas que no han aceptado someterse al compromiso recíproco de la jurisdicción universal. Entre ellos se encuentran China, Estados Unidos, Israel y Rusia.

El mismo día en que el presidente Zapatero debía ser recibido en Tel Aviv, se publicaba la reforma que impedía la persecución de los crímenes de Sabra y Shatila

España ya había asumido este compromiso internacional en la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1985. Su artículo 23.4 permitía que los tribunales españoles juzgaran a los españoles o extranjeros que, fuera de España, hubieran cometido crímenes de genocidio, u otros gravísimos crímenes previstos en Tratados internacionales suscritos por España. Con base en este artículo prosperaron ante la Audiencia Nacional las querellas por los crímenes de Guatemala, y por los de Pinochet. Seguidamente se formularon nuevas querellas contra Israel, por los crímenes de Sabra y Shatila, siendo comandante de la operación Ariel Sharon, en 1982; contra los militares de EE UU por el asesinato de Couso en Bagdad en 2003, y contra los dirigentes chinos por el genocidio del Tibet.

Ante la reacción de los Estados incomodados por la actuación de la justicia española, el Gobierno del PSOE, con el apoyo del PP y de algún otro grupo parlamentario, acometió la primera reforma del artículo 23.4. Desde entonces sólo serían admisibles las querellas si afectaban a intereses españoles. Nuestra ejemplar solidaridad con las víctimas sin vínculos con España quedaba enterrada. Ya lo dijo Groucho Marx, “si no le gustan mis principios, tengo otros”. El 15 de Octubre de 2009, el mismo día en que el presidente Zapatero debía ser recibido en Tel Aviv, se publicaba en el BOE la reforma que impedía la persecución de los crímenes de Sabra y Shatila.

El asunto de China siguió su lenta pero implacable tramitación, impulsada por un querellante de origen tibetano pero nacionalizado español. En este caso, por lo tanto, el requisito de vinculación del delito con intereses españoles estaba cumplido. Cuando, en noviembre de 2013, la Audiencia Nacional ordenó el procesamiento y la busca y captura internacional contra Jiang Zemin y Li Pen, expresidente y exprimer ministro de China, el gobierno español, según dicen, percibió la gravedad de la irritación oriental.

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O sea, que si PP y PSOE fueron tramposos cuando lo de Israel, ahora, con lo de China, unos son reincidentes, y los otros, desmemoriados y desagradecidos

Con más celeridad, si cabe, que en el asunto de Israel, se improvisó una nueva reforma del artículo 23.4, que quedaba cocinada en enero de 2014, por el trámite de urgencia. El PSOE no la apoyó. El diputado del PP Castillo Calvín echó en cara “a los señores socialistas cómo se gestó la reforma del 2009 como ley complementaria de la ley de reforma de la oficina judicial”, con la que, obviamente, no tenía nada que ver. Y también les recordó que con esta trampa parlamentaria el Gobierno socialista en 2009 había evitado la lentitud de pasar por la aprobación del Consejo de Ministros, y los riesgos de los informes del Consejo del Poder Judicial y del Consejo de Estado. Todo ello con la aquiescencia y la complicidad del PP, que ahora reprocha al PSOE que no esté a la recíproca. O sea, que si ambos fueron tramposos cuando lo de Israel, ahora, con lo de China, unos son reincidentes, y los otros desmemoriados, y desagradecidos.

Con la nueva reforma, aquellos gravísimos crímenes, cometidos fuera de España, ya sólo se podrán perseguir en España si los extranjeros que los hayan cometido viven habitualmente en España. Los dirigentes chinos quedan excluidos. Incluso podrían venir de vacaciones impunemente. El diputado Castillo menospreció en el Congreso a “la justicia quijotesca que buscando remediar las injusticias no consigue resultado alguno”. Es la declaración de la injusticia universal. Ciertamente no sería probable concluir el proceso con un juicio y una pena. Pero la orden internacional de captura, y el proceso, con la publicidad de sus pruebas, tienen la carga de un reproche ético y democrático de trascendencia mundial. Esto es lo que irrita a los poderosos imputables, y provoca tramposas celeridades de reformas “a la carta”. Es la inmensa fuerza disuasoria de de la justicia universal.

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