Opinión

Los ‘plats du jour’ de Barcelona

Un crítico de costumbres como Josep Yxart retrató la Barcelona de finales del XIX, el bullicio teatral, la vida literaria del momento, todo un sistema anecdótico que rehabilita la personalidad del paseante, heredera de los atributos del flâneur. Con Medio siglo de vida íntima barcelonesa, el escritor Mario Verdaguer (1895-1962) fundamenta no pocos argumentos a favor de la predominancia de la anécdota sobre la categoría. El D’Ors de la categoría criticó sin reparos la personalidad de Yxart. Tampoco el libro de Verdaguer asume el molde noucentista. Y más allá de las ti...

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Un crítico de costumbres como Josep Yxart retrató la Barcelona de finales del XIX, el bullicio teatral, la vida literaria del momento, todo un sistema anecdótico que rehabilita la personalidad del paseante, heredera de los atributos del flâneur. Con Medio siglo de vida íntima barcelonesa, el escritor Mario Verdaguer (1895-1962) fundamenta no pocos argumentos a favor de la predominancia de la anécdota sobre la categoría. El D’Ors de la categoría criticó sin reparos la personalidad de Yxart. Tampoco el libro de Verdaguer asume el molde noucentista. Y más allá de las tipologías históricas, de anécdota en anécdota, al modo de un catálogo de personajes con huella, pintoresca o estética, Barcelona exhibe sus glorias y sus atavismos.

Todavía está bajo sospecha nacionalista la contraposición entre la Barcelona metropolitana y la Cataluña perenne, como si no existiera una complementariedad vital más allá del dogma. En los recuerdos de Verdaguer —recientemente reeditados— su Barcelona comienza con la inauguración del Lion d’Or, suntuoso y un poco recargado. A la entrada, en un facistol, una pieza de pergamino anunciaba los Plats du jour. Aquella Barcelona parece ajena a las premuras identitarias. Es una Barcelona-Barcelona, sin filtros, un libro delicioso, con mucho sentido del detalle, capacidad de escena y buenos retratos. Verdaguer, primer traductor de La montaña mágica y autor de novelas de vanguardia, no hilvana sus rememoraciones para escribir un gran libro. Logró lo que pretendía, unas páginas ágiles, vívidas, sin excesos nostálgicos. A principios del XX, Barcelona “era una ciudad alegre, ruidosa y polvorienta”. Están los melenudos de Els Quatre Gats, la muerte de Mosén Jacinto Verdaguer con Ramon Casas tomando su famoso apunte final, la bohemia modernista, el tedio de los bufetes de abogados, el wagnerianismo, el mundo de las redacciones, la tertulia del restaurante Carbó, la pasión del ajedrez. De vez en cuando, aparece Joan Maragall en Els Quatre Gats, “espíritu puro y profético”. El transformista Frégoli se siente a gusto en aquella Barcelona.

Al leer los recuerdos de Mario Verdaguer uno se pregunta cuándo la ciudad se quedó sin personajes con carácter

Verdaguer fue en sus inicios un protegido del tan olvidado Miquel dels Sants Oliver, quien también algo tuvo que ver con la detección de los talentos de Gaziel o Joan Estelrich. Sus grandes personajes de Barcelona son el fraudulento Peius Gener, Maragall, la cupletista La Bruta, Baroja siempre bien recibido, Albéniz, Enrique Granados, el empresario de la Bella Chelito, Rusiñol, Manuel de Falla, Pérez Galdós, el Fortunio Bonanova que luego tiene su apeadero en Hollywood, o especialmente Nonell, en busca de gitanas. En Els Quatre Gats le preguntan a una muy sonriente Eleanora Duse si se siente de verdad contenta, dados su amores desgraciados con d’Annunzio. Ella responde: “No queráis ver nunca el reverso de una sonrisa”.

El arte y los artistas de Verdaguer traen a la memoria otro de los libros más sugerentes sobre Barcelona, el de Robert Hughes, quien también cuenta episodios barceloneses en sus memorias magníficas. Para quienes todavía se interesen por estas cosas, su visión heterodoxa de 1714 puede ser muy útil, al mismo tiempo que es uno de los perfiles de la Barcelona de Hughes que incomodaron al establishment nacionalista, poco propenso a divulgar versiones de la ficción heroica que no sean la ortodoxa, según se está viendo ahora mismo. La verdad es que el libro de Hughes vino a ser una declaración de amor con la ciudad de Gaudí pero, ya se sabe, en la edad madura esas declaraciones no son a ciegas. A pesar de todo, puede decirse que Hughes escribió uno de los mejores libros sobre Barcelona.

Está bajo sospecha nacionalista la contraposición entre la Barcelona metropolitana y la Cataluña perenne, como si no existiera una complementariedad más allá del dogma
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Hugues cita a menudo la Barcelona de Felipe Fernández-Armesto, el macro-historiador de primera fila. Fernández-Armesto es severo con la Barcelona veleidosa que Maragall invocó. La ve como una ciudad sensual, voluble y tornadiza, en sus momentos más bajos cuando es prisionera de su historia o de un sustrato anárquico. Al historiador la vitalidad de Barcelona le atrae y a la vez le fatiga. Fernández-Armesto es lapidario: el primer problema de la historia de Barcelona es el problema de lo que no es, ni una Venecia ni tan tampoco una Lisboa. También habla de frustraciones históricas. Buena lectura en tiempos de autocomplacencia, aunque es muy improbable que le citen los actuales mitógrafos de 1714.

Al leer los recuerdos de Verdaguer uno acaba preguntándose cuándo fue que Barcelona se quedó sin personajes con carácter, como ocurría en otras tantas grandes ciudades. Incluso cuesta imaginar ya una mirada entusiasta como la de Yxart cuando salía de un gran estreno teatral que tenía en vilo la ciudad. Más tarde, como cuenta Verdaguer, los ballets rusos de Diaghilev estrenan en el Liceo un ballet de Erik Satie, acción de Jean Cocteau y decoraciones de Picasso. El público pateó con estrépito mientras que Rusiñol, “de pie en la butaca aplaudía frenéticamente al viejo amigo”. Ahora estamos con las balanzas fiscales. Por suerte, tantos años después del Lion d’Or, Barcelona sigue ofreciendo prestigiosos plats du jour, si prescindimos de las hamburguesas torrefactas y las langostas gasificadas.

Valentí Puig es escritor.

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