Opinión

El independentista mexicano

Tras su periplo por Europa, Fray Servando relata las diferencias que ha observado entre catalanes y españoles

Quizá sea el momento de revisar lo que el doctor Servando Teresa de Mier, ilustre independentista mexicano, anotó en sus memorias sobre su paso por Cataluña, en el año de 1803, mientras preparaba el regreso a su país, con un grueso corpus teórico que ya perfilaba la inminente independencia de México. Servando era fraile dominico, filósofo y doctor en Teología, y saltó a la fama por un controvertido sermón que pronunció, con una voz engolada en la que había mucho desafío, frente al virrey Revillagigedo y el arzobispo Nuñez de Haro, los hombres que, en nombre de la Corona española, hacían respet...

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Quizá sea el momento de revisar lo que el doctor Servando Teresa de Mier, ilustre independentista mexicano, anotó en sus memorias sobre su paso por Cataluña, en el año de 1803, mientras preparaba el regreso a su país, con un grueso corpus teórico que ya perfilaba la inminente independencia de México. Servando era fraile dominico, filósofo y doctor en Teología, y saltó a la fama por un controvertido sermón que pronunció, con una voz engolada en la que había mucho desafío, frente al virrey Revillagigedo y el arzobispo Nuñez de Haro, los hombres que, en nombre de la Corona española, hacían respetar el orden en la Nueva España.

El imprudente sermón de Servando sostenía que la virgen de Guadalupe era en realidad Tonantzin, una deidad prehispánica, y que no se le había aparecido al indio Juan Diego, como decía desde entonces la creencia popular, sino al dios Quetzalcoatl. Con esta teoría fray Servando venía a decirle al virrey, y al arzobispo, que el culto guadalupano, y consecuentemente el catolicismo, ya existía en México antes de la llegada de los españoles y, por tanto, no quedaba ya, fuera de la lengua, ningún nexo importante con España y esta realidad, insoslayable según él mismo, acercaba al país, un poco más, hacia la independencia.

Aquel sermón lo llevó directamente al tribunal del Santo Oficio, y la sentencia fue la excomunión fulminante, la prohibición de participar en cualquier acto público y una temporada en la cárcel que, a petición del arzobispo Nuñez de Haro, fue sublimada en un exilio a la medida de su hispanofobia: lo enviaron a España, a un convento dominico en Cantabria, con una penitencia de diez años de reclusión que él, y en cuanto se aburrió del severo régimen conventual, tuvo a bien recortar con un martillo y un cincel, que le sirvieron para romper dos barrotes de su celda y escapar huyendo por el campo.

A partir de aquí la vida de Servando se convirtió en un torbellino, fue capturado y encerrado en otro convento, ahora en Burgos, del cual también escapó y huyó a Francia, recaló en París donde se relacionó con Chateaubriand y con el mentor de Simón Bolivar, que avivó todavía más su fuego independentista, y además, para ocupar el tiempo que le quedaba libre, fundó una academia de español.

Desde la Guerra de Sucesión, los Borbones desconfían de los catalanes, "no se les permitían armas", dice fray Servando

Sería imposible pasar revista en este espacio a la rocambolesca biografía de Fray Servando Teresa de Mier. Solo diré que después de París se entregó a una agotadora huida por España, con incursiones a Portugal y una serie inverosímil de fugas de diversas cárceles en las que iba cayendo; de hecho, ninguna consiguió retenerlo. La huida permanente cesó cuando el Papa en persona le dio su perdón, y lo nombró su asesor, en virtud de que entre fuga y fuga, había logrado convertir a dos rabinos al catolicismo, con uno de sus sermones volcánicos.

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De España se fue a Londres, entró en contacto con Blanco White, que publicaba entonces un periódico que promovía las independencias americanas, y poco a poco formó un grupo de entusiastas, y ayudo a conseguir el capital que lo llevaría, junto con Francisco Xavier Mina, de regreso a México a la batalla por la Independencia. Valga este veloz apunte biográfico como preámbulo para las ideas que Fray Servando fue anotando durante su accidentada estancia en España, de las cuales voy a entresacar algunas de las que escribió sobre Barcelona, Cataluña y los catalanes, que constituyen el último capítulo de sus memorias europeas que se titula: “Desde mi arribo a Barcelona hasta mi llegada a Madrid”.

En cuanto se baja del barco y toca tierra española, escribe: “Héteme aquí otra vez en el país del despotismo, a meterme yo mismo entre las garras del león, para que devore su presa”, y un poco más adelante, para que nadie se sorprenda en cuanto suelte sus opiniones descarnadas, advierte: “No se puede decir la verdad de España, sin ofender a los españoles”. De sus paseos, y observaciones, alrededor de la Ciudadela, nos cuenta que desde la Guerra de Sucesión los Borbones desconfían de los catalanes, “no se les permitían armas. El cuchillo para partir el pan estaba atado con una cadena a la mesa”.

Después de contarnos, sin tacto ni miramientos, que la fisonomía catalana le parece “la más fea de todos los españoles, aunque son fornidos, altos y robustos”, aclara que los catalanes no son “holgazanes y perezosos”, como los españoles, y que su laboriosidad “proviene de habitar el país más miserable, estéril y montuoso de España. Hombre pobre, todo es trazas, allí el que no se menea no come”. Luego aprovecha para mofarse de la nobleza, dice que de los 450.000 nobles que había entonces en España, “apenas 20.000 tendrán que comer”. Y sobre la inmersión lingüística de la época, Fray Servando anota: “En Cataluña los dominicos son los que enseñan la teología, y los escolapios las bellas letras, todo en catalán; aborrecen el castellano y tienen tal ojeriza con los castellanos, que para amedrentar a los niños les dicen sus madres que viene el castellano, le trinca el capo, y las criaturas huyen y tiemblan”.

Jordi Soler es escritor. @jsolerescritor

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