Opinión

Panorama desde el puente

"Se había encariñado de la rebeldía espontánea de sus alumnos y había perdido los papeles sobre su función en todo ese asunto"

Hace unos días me encontré en el Pont de Fusta con un amigo de mucho tiempo que está en Barcelona dando clases en un instituto de secundaria, lo vi algo cansado y deseoso de pegar la hebra, y mientras cruzábamos el puente le propuse tomar un café en el pastelería que hay junto a la Casa de los Caramelos, y al sentarnos ante una mesa le dije, para empezar con algo, que venía del ambulatorio, una consulta con el paciente doctor Pagá acerca de los toboganes de mi tensión arterial y comenté algo, como al paso, sobre el hecho de que me pareció algo inquieto, lo que me extrañó en un médico siempre t...

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Hace unos días me encontré en el Pont de Fusta con un amigo de mucho tiempo que está en Barcelona dando clases en un instituto de secundaria, lo vi algo cansado y deseoso de pegar la hebra, y mientras cruzábamos el puente le propuse tomar un café en el pastelería que hay junto a la Casa de los Caramelos, y al sentarnos ante una mesa le dije, para empezar con algo, que venía del ambulatorio, una consulta con el paciente doctor Pagá acerca de los toboganes de mi tensión arterial y comenté algo, como al paso, sobre el hecho de que me pareció algo inquieto, lo que me extrañó en un médico siempre tan comedido y bien dispuesto a atender a su numerosa clientela pública, a lo que añadí que había quedado allí mismo con una amiga que se dedicaba a la danza, aunque probablemente tardaría algo en llegar porque andaba enredada en unos ensayos coreográficos o en una pruebas de vestuario, ya no me acuerdo, y mi amigo hizo un gesto breve con la mano, como quien indica que no le molestaba en absoluto, para asegurar de inmediato que las cosas en Barcelona andaban jodidas, que estaba harto de machacarse los sesos para ofrecer algo de interés a una pandilla de adolescentes que no mostraba el menor indicio de aprender nada, sobre todo, añadió, de una clase de cuatro a cinco en la que la mayoría de los alumnos eran inmigrantes recién llegados como quien dice y que todo aquello era un auténtico despropósito, sobre todo para él, me pareció entender, ya que aceptó ese puesto de manera provisional hasta que le saliera un destino mejor, pero que ahora se había encariñado de la rebeldía espontánea de sus alumnos y había perdido los papeles –los papeles, dijo- sobre su función en todo ese asunto, y que asumía responsabilidades que presumía ajenas, y lo vi tan conturbado ante un futuro –el suyo, el de la educación- que recurrí a algunas banalidades sobre la crisis, que no se ahogara en un charco de agua, y otras estupideces de intención consolatoria, hasta que me cortó con una mirada estupefacta para decirme si es que yo andaba medio loco, que qué hostias le estaba diciendo, y que todo eso, tanto allí como aquí, era el principio de un desastre de consecuencias incalculables en toda clase de actividad humana, porque a veces era algo dado a entusiasmarse ante los panoramas de desbarajuste, así que le dije que cómo no iba yo a estar inquieto ante una situación que conocía de sobra y que me preocupaba tanto como a él, izquierdista sensato de toda la vida, volcado en la buena educación de los más jóvenes, y que no había cambiado para nada y entonces calló un instante antes de decirme si lo mío era grave, afirmé que nada, hombre, un episodio desafortunado que pasará, como todo, y se disponía a decirme que no como todo cuando apareció la bailarina dispuesta a comer en una pizzería, y allá que nos fuimos, sobreviviendo en lo posible, sin el amigo, que se refugió en la fórmula de compromisos previos para escaquearse mientras se alejaba rumiando, para sus adentros: estos están peor que yo, o mejor, quién puede saberlo.

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